Me siento a escribir estas líneas y caigo en la cuenta de
que hoy (ayer para el lector) vuelve a ser 23-F y que ya han pasado, en
definitiva, 34 años de aquel fallido golpe de estado a caballo de los
tricornios y los sables del ejército, las intrigas palaciegas, las sombras y
luces de la Corona, el lastre ruidoso de los tanques. Ahora recuerdo que
aquella tarde anduve entre la soledad de mi despacho de entonces y la inquietud
de un bar vecino donde el camarero no dejaba, eufórico, de jalear a Tejero y su panda. Mi despacho y ese
bar ya no existen.
Me siento a escribir estas líneas y caigo en la cuenta, también,
de que debo ser muy torpe. O muy desafortunado. Me sobrecoge que, tras tantos
años escribiendo, nunca me hayan ofrecido, como al confidencial Monedero, cuatrocientos mil euros (o
así) por un informe más o menos sesudo sobre cualquier cosa. Recuerdo, eso sí,
que hace bastantes años me ofrecieron cuarenta euros por escribir un folio y
medio sobre la feria del libro de Palma en un digital inaugurado con mucho
oropel y hasta con la presencia estelar de Jaume
Matas. Todavía se me adeudan, ay, esos euros.
Me siento a escribir estas líneas y caigo en la cuenta de
que mi película preferida de este año se ha quedado sin ningún Oscar. «The
Imitation Game», la biografía del matemático Alan Turing, famoso por haber descifrado los códigos secretos nazis
de Enigma, es un canto a la libertad individual y la inteligencia, un ejemplo
de cómo sobrevivir al síndrome (presunto) de Asperger y hasta salvar el mundo,
mientras tanto.
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