Desde hace tiempo ya casi que sólo leo por azar, por volver
atrás, metafóricamente, y convencerme, así, de que lo desconozco todo. El mundo
lleva lustros enloquecido y las bases del conocimiento, en las que llegué a
creer, ya no valen para casi nada. Me refiero a la filosofía ambulante de los
primeros griegos, a las horas asfixiantes y tercas de la literatura
centroeuropea, al espumeante spleen
francés o al realismo mágico y no tan mágico, sino sucio, desgarrado, de
América al completo, de abajo a arriba. También al oro español de siempre y a la
calderilla familiar de ahora mismo.
Así, pues, todo parece haberse vuelto, al fin, pura especulación
y mero posibilismo. Una especie de agónica carrera contra un reloj que nunca se
detiene y que, por lo tanto, no nos deja saborear el placer de la victoria o la
derrota, las horas dulces y amargas, posiblemente ebrias, en que respiramos con
atropello tratando de recuperar el habla y el resuello. Todo eso que nos lleva
de una parte a otra del orbe (y de nosotros mismos) sin más urgencia que
buscarnos ni más destino que perdernos. Que no encontrarnos del todo, quiero
decir.
Es por eso que la misma tristeza insuperable nos vale para
auscultarle el pulso a la barbarie en Dinamarca que en París o en las zanjas
polvorientas de Ucrania, Libia, Irán, Israel o Palestina. Es por eso que guardo
todos los archivos de mi vida en una inverosímil nube digital por ver si un
apagón los borra todos y regreso a ese día especial donde todo estaba aún por
hacer y yo, además de intuirlo, lo sabía.
Etiquetas: Artículos, Literatura
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