A veces, regreso a la casa con jardín de la infancia y
compruebo que los que ahora la habitan no conocen apenas ninguno de sus
secretos, ignoran casi todo lo que allí se luchó, se amó o se dijo. Podría
resumirlo, pero no lo haré. No tengo por qué dar ventajas a nadie. Me quedo,
eso sí, con la terrible mirada de un joven gato doméstico, herido de muerte,
junto a un matorral amarillo y blanco de margaritas. Ya conté esa vieja historia
en alguno de mis poemas, o quizá en varios y desde muy distintos puntos de
vista, pero tanto da. Ya no importa. Tampoco sería lo mismo.
Nadie lee los poemas de los otros y, si los lee, no acaba de
entenderlos, porque se le escapan los pequeños detalles y el pasado es un lugar
real (o sea, de ficción) que no se puede revisitar sin perder de vista el
mundo, sin asomarse tan adentro de uno, que es imposible no caer de bruces en
ese pozo negro donde sólo existimos con nuestros recuerdos, con su anzuelo de
hierro oxidado en nuestra garganta, con su tiempo detenido y vertical, anclado en
nuestro frágil corazón palpitante.
Así, o de forma muy similar, funciona el mundo o no
funciona, pero persevera y hasta prevalece. Esta generación de ahora mismo sobre
la tierra (como aquella a la que homenajeo con ternura por entre las luces y
las sombras de la casa con jardín de la infancia) no verá satisfechas sus legítimas
ilusiones y la próxima no sabrá reconocer el mérito de este ingrato trabajo, a
contracorriente, de construir tan sólo a medias y destruir por completo. O de
intentarlo, al menos.
Etiquetas: Artículos, Literatura
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