Al amanecer, todavía era de noche, pensé, seguro que
parodiando a Monterroso, cuando caí
en la cuenta de que esta iba a ser mi última columna del año 2016 porque ya
despunta, clarea, alborea el año 2017 y no dejo de leer furiosas críticas y
hasta notables reprimendas contra el año que nos deja (o, mejor aún, contra el
año que dejamos atrás) con su racimo excesivo, siempre excesivo, de muertos
famosos y no tan famosos, de mitos y casi leyendas o personajes de culto y también
de gente común y corriente, muy común y muy corriente, gente anónima que no
hizo sino seguir viviendo y padeció estrecheces injustificadas y difícilmente
explicables, que atravesó fronteras como muros de acero, cristales rotos y
espinas, que cayó en las peores zanjas y durmió en las calles ensangrentadas,
que entregó sus penúltimos sueños a ese dios imposible que se nos aparece de
vez en cuando, aunque sólo sea, por desgracia, para despedirse de nosotros.
Se va el año, pues, igual que vino, con un rápido guiño del
gran ojo turbio de la Historia y con un simple cambio contable, un único cambio
de dígito en todas las agendas del universo. La contabilidad que nos importa,
sin embargo, es la que tiene una escala mucho más humana, un resplandor
efímero, una voluntad, tal vez, tan impostada como inagotable. Mañana, hoy mismo
para el lector, cumplo sesenta años y empiezo a pensar, con Gil de Biedma, pero no sólo con él, que la
verdad desagradable asoma, en efecto, y que envejecer, morir, es el único
argumento de la obra. No me parece tan mala obra esa en la que permanece el
escenario y los personajes entramos y salimos del foco de la escena sin otro
guión que intentar representarnos lo mejor posible y hacer, finalmente, lo que
hacemos. No más, pero tampoco menos.
Hace tiempo que ya no hago balances cuando el año toca a su
fin. Ni siquiera balances literarios o de listas de lecturas más o menos recomendables.
El tiempo no se detiene y mirar atrás es sólo revivir la antigua maldición de
la mujer de Lot, esa mujer que no
tenía nombre en la Biblia y que sigue sin tenerlo a día de hoy. Los años se
suceden, pues, igual que los libros que uno lee o escribe y también que el
arte, que uno celebra u oficia, igual, en fin, que la cultura o la política oficiales
bailando, ambas al unísono, entre el lodazal populista y la vieja cloaca
erudita. Pasa lo mismo con nosotros, con nuestras risas y nuestros silencios,
con nuestras ideas que ahora se encienden y luego se apagan como luciérnagas en
mitad de la noche; y ese parpadeo es exactamente la vida. ¿Qué otra cosa podría
ser?
Etiquetas: Artículos, Literatura, Relatos
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