Hace tiempo que ya no pillo ningún trébol de cuatro hojas ni
encuentro herraduras clavadas sobre las puertas cerradas a cal y canto de las
casas. Será que la suerte anda de capa caída o que ya agotó su limitadísimo cupo.
Será, tal vez, que nos cuesta abrirnos a lo desconocido y pensar más allá de
las estrecheces de un discurso que suele empezar, al alba, con el escepticismo
de costumbre para acabar relamiéndonos, quizá al anochecer, con la sensación de
que las cosas no han salido, en fin, como quisiéramos. Habría que saber, desde
luego, qué méritos nos adornan y a qué nos hemos hecho realmente acreedores,
pero ese es un tema muy espinoso que, hoy en día, casi nadie se plantea. Por si
acaso, supongo.
Con todo, la suerte es desde siempre un bien muy extraño,
escaso y, sobre todo, improbable, que sucede muy de vez en cuando y que nos
hace sonreír y hasta frotarnos los ojos, porque no es fácil, en efecto,
desafiar el abrumador peso en contra de las probabilidades matemáticas y salir
indemnes, ilesos, triunfantes incluso. Es magnífico, embriagador, ver cómo se
derrumban todas las previsiones racionales y se disipa la pesada bruma de la
lógica, el seny que hemos heredado no
importa de quién ni cuándo. Ni un 12 de septiembre ni un 31 de diciembre: esto
último, seguro.
Pero a lo que íbamos. Es revelador, quizá apocalíptico,
cambiar la estrecha mirilla por la que nos hemos acostumbrado a olisquear la
realidad y el cielo y la tierra por una mirada nueva (o muy vieja, anterior a
tanto cataclismo histórico como llevamos escrito en la sangre), una mirada
abierta a ese azar existencial y metafísico que nos ronda más allá de la usura
de las omnipresentes casas de apuestas online, los absurdos boletos de la
primitiva, la invariable monodia de los niños de San Ildefonso que, en este mismo
instante en que escribo estas líneas, están repartiendo el único premio al que
suelo, por inercia o masoquismo, jugar un año y también otro. Todavía no han
cantado el gordo, pero lo cantarán.
Acaso la suerte sólo sea un instante de lucidez que da
sentido a toda una vida. Saber, por ejemplo, que hace unos años estuve en el
mismo mercadillo navideño de Berlín donde la muerte atropelló a la vida hace sólo
unos días. Saber, desde luego, que cada cosa que hacemos obedece a algún motivo
oculto en el tiempo, a alguna creencia, más o menos olvidada, que late en
nuestro interior pugnando por salir y manifestarse, por convertirnos, tal vez,
en otros. Sé que eso es muy difícil, pero estamos en Navidad y ya que alguien
va a morir, metafóricamente, por nosotros, alguien debería, igualmente, revivir
por él. Por todos nosotros. Feliz Navidad.
Etiquetas: Artículos
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