Bazares y botigas
En la calle Blanquerna, donde ahora hay un restaurante
hindú, hubo, hace medio siglo, una típica botiga mallorquina donde mi madre me
enviaba, de niño, a buscar esas dos o tres cosas que, a veces, faltaban en la
despensa de casa. Ya casi no recuerdo ese lugar, porque los lugares de la
infancia se van deformando con el paso del tiempo y acaban tan atiborrados de
detalles superpuestos que no hay forma alguna de saber qué hay de real o de imaginario
en el resultado final de los recuerdos. Lo cierto, no obstante, es que ahí
aprendí, como quien intercambia cromos, a trocar unas monedas por una botella
de leche o unos kilos de patatas; ahí aprendí, en definitiva, cómo funcionaban
las balanzas de hierro o cobre, cómo se equilibraba su fiel metálico, de un
lado lo que queremos comprar y del otro los juegos de pesas, esa colección de
muñecas rusas de plomo, sonrisa herrumbrosa y tamaño cuidadosamente ordenado.
La verdad es que ya casi no quedan botigas en Palma. En su
lugar han surgido una especie de bazares, mayoritariamente regentados por
árabes y paquistaníes, que han evolucionado desde los abigarrados locutorios
telefónicos y de internet que hicieron furor durante algunos años, hasta los
actuales colmados donde se vende a granel toda clase de frutas, hortalizas y
artículos de primera necesidad a un precio, en ocasiones, realmente ventajoso.
Está claro que avanzamos hacia una ciudad comercialmente abierta las
veinticuatro horas del día. O quizá más, porque los días se nos alargan y
enlentecen como si no hubiera otra forma de medir el sol o la luna en los
cielos que con algún reloj blando, iluminado, de Salvador Dalí, por
ejemplo.
Pero estamos de enhorabuena. Leo en la prensa que han
detenido, en Baleares, a cuatro yihadistas con conexiones con un español
detenido en Alemania y con un imán salafista también preso en el Reino Unido.
Conviene que vayan cayendo todos esos peones sacrificados que, aunque nos parezcan
inofensivos, pueden acabar rompiendo el inmenso tablero en el que el mundo
intenta conjugar su propio destino. El mundo es enorme, en efecto, pero las
redes sociales lo acaban convirtiendo en algo menor, en un entramado de
conexiones que hay que seguir con tanta cautela como ojo crítico.
Hoy he comentado esta noticia con algunos de mis amigos más
o menos musulmanes que venden frutas, hortalizas y litros de agua embotellada muy
cerca de mi casa. Apenas sí me han respondido nada, pero me han sonreído con
cierta tristeza indisimulable en la mirada, con cierto cansancio invencible en
las arrugas de la frente, con cierto dolor insuperable en el alma y también en
el cuerpo. Eso sí, a la hora de pagar me han hecho un buen descuento. Y es que
últimamente les compro mucho y también muy seguido.
Etiquetas: Artículos
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