La Religión en las aulas
Niego tres veces todo lo que soy y me rencuentro, acurrucado
como un niño que aún no ha nacido, en ese fracaso repetido que es siempre la
vida. No puede ser otra cosa. Pienso en las piedras fundacionales de Roma, en
las asfixiantes catacumbas como en las ruinas tullidas al aire libre de Atenas,
en las aguas en llamas del Ganges surcando los cielos como en las dunas blancas,
sedientas, del desierto infinito donde algunos buscamos a Dios sin acabar, por
supuesto, de encontrarlo. La religión y la filosofía vienen a ser lo mismo, el
mismo río que se bifurca y desdobla, el mismo río que riega, en fin, las
tierras y desemboca en los mares, en el líquido amniótico donde, seguramente,
nacemos igual que morimos.
Nunca he sido muy religioso ni me han llamado la atención
los alzacuellos, las tocas y velos, los
escapularios, las cruces y rosarios, las largas túnicas o sotanas -negras,
blancas o grises- del hábito religioso, ese uniforme que va, como tantos otros
uniformes, de profesar un oficio, de conjurar una vocación o una fe; de seguir
un camino más o menos trillado con su jerarquía piramidal, su estricto
funcionariado, el esplendor altivo de sus núcleos de poder y el horror próximo de
sus imperdonables fracasos y debilidades: el rumor constante de su extraña pero,
tal vez, admirable manera de estar en el mundo sin acabar de formar parte de
él.
Etiquetas: Artículos, Literatura
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