Quizá lo peor de todo, en esta vida nuestra de aquí y ahora,
es sentir que no puedes, aunque bien que lo intentas, respetar a tus enemigos
como a ti mismo. Tampoco ellos, nos lo han dicho, te pueden respetar como dicen
respetarse a sí mismos; y así las divergencias entre unos y otros no pueden
sino eternizarse y las grietas crecen y la herida nos muestra nuestro interior
volcánico de magma airado, confuso, de combustión que dejará de contenerse a sí
misma y se expandirá cubriendo la tierra como el espíritu o el alma. Algo
similar, pues, al apocalipsis en alguna de esas versiones cinematográficas de serie
B. Siempre me conmovieron esos clásicos de cartón piedra, sus domésticos
efectos especiales y sus formidables héroes de pega: la terrible paradoja de no
saber cómo desprenderse del miedo, del desprecio, de la ignorancia y la
envidia. Cómo dejar de ser, en definitiva, los náufragos de este viaje a
ninguna parte. No se puede ir a ningún sitio con semejante bagaje de vergüenza.
Pero estas cosas suceden cuando se prioriza la importancia
del ruido en las redes sociales, cuando lo que vale es celebrar la frase
ingeniosa, el exabrupto, el zasca, el meme por sobre la lenta digestión de un
lenguaje común y un estilo propio, por sobre la compleja construcción de un discurso,
el que fuere, capaz de conducirnos a algún lugar reconocible donde quepa algún
tipo de complicidad y entendimiento. Cualquier tipo de complicidad y
entendimiento. Ignoramos dónde para ese oasis.
Pero el espectáculo es el que es: una auténtica porquería de
guión, de paisaje y hasta de paisanaje, de representación, farsa o tragedia. El
domingo ya es 1 de octubre, pero eso es casi lo de menos, porque el teatro nos
importa muy poco. El problema sigue siendo otro. Sin respeto mutuo no hay
ninguna épica a la que aferrarse. No hay ninguna ética ni estética posibles. No
hay, tampoco, ninguna equidistancia (ese oxímoron tan poco viril y tramposo)
que enarbolar como si nos valiera con alguna síntesis de diseño para superar la
dialéctica de los siglos, el furor de las razas, las cíclicas migraciones de
los nómadas, la eterna agonía del hombre frente a su destino. No hay
posibilidad, en fin, de diálogo o negociación, de puesta en juego de algo que
no sea el paupérrimo orgullo herido.
Yo no movería un dedo sólo por orgullo. Dejaría que las
ruinas continuaran derrumbándose y que los molinos siguieran siendo gigantes
invisibles entre los labios invencibles del viento. España es esta tierra de
castillos en ruinas y desaforados molinos de aspas que chirrían, enloquecidas,
cuando toca moler el trigo y tomar, de alguna manera, partido decidido por lo
único que importa: la vida. Da igual si en común o separados, aunque no sea lo
mismo, por supuesto. Y por desgracia.
Etiquetas: Artículos, Literatura
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