LA TELARAÑA: Apocalipsis, serie B

viernes, septiembre 29

Apocalipsis, serie B


La Telaraña en El Mundo.




 Quizá lo peor de todo, en esta vida nuestra de aquí y ahora, es sentir que no puedes, aunque bien que lo intentas, respetar a tus enemigos como a ti mismo. Tampoco ellos, nos lo han dicho, te pueden respetar como dicen respetarse a sí mismos; y así las divergencias entre unos y otros no pueden sino eternizarse y las grietas crecen y la herida nos muestra nuestro interior volcánico de magma airado, confuso, de combustión que dejará de contenerse a sí misma y se expandirá cubriendo la tierra como el espíritu o el alma. Algo similar, pues, al apocalipsis en alguna de esas versiones cinematográficas de serie B. Siempre me conmovieron esos clásicos de cartón piedra, sus domésticos efectos especiales y sus formidables héroes de pega: la terrible paradoja de no saber cómo desprenderse del miedo, del desprecio, de la ignorancia y la envidia. Cómo dejar de ser, en definitiva, los náufragos de este viaje a ninguna parte. No se puede ir a ningún sitio con semejante bagaje de vergüenza.
 Pero estas cosas suceden cuando se prioriza la importancia del ruido en las redes sociales, cuando lo que vale es celebrar la frase ingeniosa, el exabrupto, el zasca, el meme por sobre la lenta digestión de un lenguaje común y un estilo propio, por sobre la compleja construcción de un discurso, el que fuere, capaz de conducirnos a algún lugar reconocible donde quepa algún tipo de complicidad y entendimiento. Cualquier tipo de complicidad y entendimiento. Ignoramos dónde para ese oasis.
 Pero el espectáculo es el que es: una auténtica porquería de guión, de paisaje y hasta de paisanaje, de representación, farsa o tragedia. El domingo ya es 1 de octubre, pero eso es casi lo de menos, porque el teatro nos importa muy poco. El problema sigue siendo otro. Sin respeto mutuo no hay ninguna épica a la que aferrarse. No hay ninguna ética ni estética posibles. No hay, tampoco, ninguna equidistancia (ese oxímoron tan poco viril y tramposo) que enarbolar como si nos valiera con alguna síntesis de diseño para superar la dialéctica de los siglos, el furor de las razas, las cíclicas migraciones de los nómadas, la eterna agonía del hombre frente a su destino. No hay posibilidad, en fin, de diálogo o negociación, de puesta en juego de algo que no sea el paupérrimo orgullo herido.
 Yo no movería un dedo sólo por orgullo. Dejaría que las ruinas continuaran derrumbándose y que los molinos siguieran siendo gigantes invisibles entre los labios invencibles del viento. España es esta tierra de castillos en ruinas y desaforados molinos de aspas que chirrían, enloquecidas, cuando toca moler el trigo y tomar, de alguna manera, partido decidido por lo único que importa: la vida. Da igual si en común o separados, aunque no sea lo mismo, por supuesto. Y por desgracia.

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