He esperado hasta pasadas las diez de la mañana (de este
jueves, a ratos lluvioso y a ratos soleado, en que escribo estas líneas) para
mirar el cielo intentando ver si se ha levantado en algún cirro, constelación o
galaxia muy lejana la polvareda que pueda hacernos pensar, al fin, que los
cuatro jinetes del Apocalipsis han ensillado sus monturas, han piafado
orgullosamente sobre el arco iris y se han puesto en camino hacia nosotros y
nuestra forma de vida, hacia el lugar en el que, nos guste o no, llevamos una
eternidad esperándoles como si fueran el maná prometido, el acabose de todas
nuestras miserias conceptuales, la revolución que habrá de cambiarlo todo, pero
arrasándolo de veras, demoliéndolo por completo, para que no quede de nosotros ni
un ápice de estupidez, usura o ruindad más allá de la estupidez, usura o ruindad
que nos vienen instaladas de serie en esta humanidad demasiado humana que somos
y queremos seguir siendo. Faltaría más.
He esperado hasta pasadas las diez de la mañana para
comprobar que todo sigue igual de revuelto, áspero, tullido, surrealista. El
intercambio epistolar entre Rajoy y Puigdemont empieza a ser una eterna maniobra
de distracción a la espera de tiempos mejores o peores, quizá mucho peores. De
momento, Cataluña es una comunidad con el Parlament cerrado (aunque quizá lo
abran un día de estos para votarle a Puigdemont lo que guste) y sin más
actividad política, cultural o social que la fuga de empresas y las
manifestaciones callejeras (que serán algaradas, cuando la CUP y los entes
culturales de rigor lo dicten). Hay algo más, por supuesto, y es la terrible
sospecha de que se está perdiendo un tiempo (y una situación privilegiada en el
contexto europeo) que no volverá, porque cuando una sociedad descarrila, se
eterniza en la parálisis (o en el tiempo y lugar desorbitados de la crispación
nacionalista) no tiene fácil recobrar las fuerzas, levantarse y reemprender la
marcha.
He esperado hasta pasadas las diez de la mañana (de este
jueves lluvioso y soleado) para constatar que los mundos ubicados en realidades
paralelas tienden a destruir la realidad alternativa del otro mundo para
resguardar la realidad del suyo. Así funcionan las cosas: no se puede sobrevivir
a la propia locura sin aplicarse, tarde o temprano, el preceptivo artículo 155,
por no hablar, si todo se tuerce, del estado de sitio, alarma o guerra. ¿De
verdad funcionan así las cosas? Es posible, pero no estoy seguro. De un lado, no
quisiera adjudicarle a la naturaleza de las cosas una fatalidad que igual no es
sólo suya, sino también mía. Del otro, no puedo olvidar que la vida en común,
como todas las cosas que son valiosas, necesita ser protegida, incluso de sí
misma y sus desvaríos. Y en esa encrucijada estamos, me temo.
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