La cuchilla en el ojo
La Telaraña en El Mundo.
Cuesta abrirse paso entre la selva del hartazgo, la
tristeza, la decepción y, sobre todo, el absurdo. Cuesta creerse lo que parece
suceder: qué ridículo es el ridículo, en efecto. Cuesta abrir los ojos y vernos
inmersos en una sociedad que va de la convulsión y la violencia a los memes y
los chistes, de la crispación y los insultos al desprecio y la indiferencia, de
la inseguridad y, tal vez, el miedo a la intolerable sensación de encontrarnos
bajo el aullido de las sirenas y el foco extraviado, asfixiante, de las luces
en pleno Guernica virtual de Picasso,
en pleno campo de batalla donde un grupo de locos de atar está intentando
imponernos su propio delirio, su alucinación, su distopía, su afilada y
herrumbrosa hoja de afeitar en la pupila asombrada de nuestros ojos. ¿Dalí, Buñuel, dónde estáis?
En todo caso, una vez superada la modernidad paradójica de
los siglos 19 y 20 e ingresados en el nuevo siglo con los primeros pasos en el laberinto
de la globalización y la robotización de la inteligencia, es decir, de las
redes sociales como lugar donde la existencia toma necesariamente cuerpo (y,
por lo tanto, consciencia), el primer obstáculo para la vida en libertad y
democracia sigue siendo, como de costumbre, el nacionalismo. El nacionalismo
central y centrípeto, cuando existió, y los nacionalismos periféricos, cuando
los dejaron existir y, sobre todo, organizarse. Pero el problema no es sólo el
nacionalismo. También hay que valorar el efecto absolutamente depredador de un
grupo variado de gentes que, sin ser nacionalistas, no verían con malos ojos,
sino al contrario, destrozar el Estado de Derecho (cualquier Estado de Derecho,
en realidad) en que vivimos y queremos, pese a todo, seguir viviendo, aunque sepamos
que no es jauja. Jauja no existe.
Pienso, ahora, mientras me columpio en el artículo 155 y
leo, exhausto, la prosa descarriada de la declaración de independencia firmada
en los anexos del Parlament, en la fulgurante ascensión y en la posterior caída
de la CNT y, en especial, de la primera mujer que llegó a ser ministra en
España, Federica Montseny (y me
duele escribir esto, porque tengo las espaldas cargadas de bucólica anarquía,
de melancólica acción directa, de fracasada pero poética educación sentimental,
de metafórico misticismo laico, quizá instintivo), y en los movimientos
populistas, maniqueos, disgregadores, filosófica e ideológicamente terribles, vacuos,
insostenibles, que alientan gentes como Pablo
Iglesias o Ada Colau, como la
CUP y su antiquísimo y gregario comunismo tribal, como las huestes comandadas, en
Mallorca, no sé si por Alberto Jarabo,
Laura Camargo o la controvertida Mae de la Concha. Igual el verdadero
jefe es Baltasar Picornell y de ahí
el rutilante cargo oficial que ostenta. ¿O no?
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