Rojigualdas, señeras y mentiras
Un oportuno trancazo me mantuvo, el fin de semana, a buen
recaudo del empacho de banderas rojigualdas y señeras que invadieron, al
alimón, entre otras ciudades, Palma, el sábado, y Barcelona, sobre todo, la
luminosa y fructífera mañana del domingo. Me quedó, eso sí, el recurso doméstico
de asomarme a la ventana de vez en cuando y quedarme un rato pensativo,
absorto, mientras un mar de banderas rojas y amarillas hacía desaparecer la
calle Olmos y yo me preguntaba donde podían haber estado guardadas tantas,
tantísimas banderas durante tanto, tantísimo tiempo como hacía que no se las veía
desfilar por las calles tortuosas o flamígeras de Palma: al menos desde que
España ganó el Mundial en Sudáfrica; y yo recuerdo, ahora, que cuando el
árbitro dio por finalizado el partido caí de rodillas ante el televisor y me
puse a hablar por teléfono con mi hijo que chillaba, eufórico, desde no sé
dónde y no sé si lloré entonces o si aún sigo llorando al recordarlo. Hubo
lágrimas de emoción en mi caso, pero ninguna bandera. Prefiero los pañuelos.
Para las lágrimas, para los mocos.
Pero no sólo hubo banderas de colores, también hubo banderas
blancas (¿de rendición?) en busca de un diálogo que ignoro con quién hay que
establecer a estas alturas de esta separación, no por lo civil, sino por lo
criminal. En cualquier caso, me da que para hablar con Puigdemont, Junqueras o Forcadell habrá que acercarse muy
pronto hasta alguna institución penitenciaria. La vida es así de dura; y la
justicia, de lenta.
Con todo, no creo que haya mucho que hablar con quienes
llevan décadas imponiendo su cultura, su lengua y su pensamiento único, con
quienes no paran de engendrar el rencor y no dejan de medrar con la espectacular
rendición colectiva que se instauró en España en 1978, cuando se entregó a los
nacionalistas (a los más viejos de cada lugar, en definitiva) la gestión
absoluta de la educación, la lengua y la cultura. De aquellos polvos, estos
lodos. ¡Claro que hay que reformar la Constitución!
Y para acabar, una anécdota. Cuando el joven reportero de
TV3 tuvo a bien informar de que el gentío que inundaba Barcelona y que se
paraba a felicitar, con abrazos, cánticos y flores, a las fuerzas de seguridad
del Estado había sido convocado –“para que sepan de qué tipo de gente estamos
hablando” (sic)- por entidades como Falange o los somatenes consideré que mi
gripe sólo podía empeorar si seguía escuchando más sandeces y que los pocos minutos
que llevaba viendo esa televisión pública eran ya más que suficientes.
Excesivos. Mi fiebre había subido unos grados, pero mi regocijo personal,
paradójicamente, también había aumentado. Es lo que tiene una manipulación tan burda
de la realidad: en vez de ocultárnosla, nos la acaba mostrando en su auténtico
esplendor.
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