LA TELARAÑA: Rojigualdas, señeras y mentiras

martes, octubre 10

Rojigualdas, señeras y mentiras


La Telaraña en El Mundo.





 Un oportuno trancazo me mantuvo, el fin de semana, a buen recaudo del empacho de banderas rojigualdas y señeras que invadieron, al alimón, entre otras ciudades, Palma, el sábado, y Barcelona, sobre todo, la luminosa y fructífera mañana del domingo. Me quedó, eso sí, el recurso doméstico de asomarme a la ventana de vez en cuando y quedarme un rato pensativo, absorto, mientras un mar de banderas rojas y amarillas hacía desaparecer la calle Olmos y yo me preguntaba donde podían haber estado guardadas tantas, tantísimas banderas durante tanto, tantísimo tiempo como hacía que no se las veía desfilar por las calles tortuosas o flamígeras de Palma: al menos desde que España ganó el Mundial en Sudáfrica; y yo recuerdo, ahora, que cuando el árbitro dio por finalizado el partido caí de rodillas ante el televisor y me puse a hablar por teléfono con mi hijo que chillaba, eufórico, desde no sé dónde y no sé si lloré entonces o si aún sigo llorando al recordarlo. Hubo lágrimas de emoción en mi caso, pero ninguna bandera. Prefiero los pañuelos. Para las lágrimas, para los mocos.
 Pero no sólo hubo banderas de colores, también hubo banderas blancas (¿de rendición?) en busca de un diálogo que ignoro con quién hay que establecer a estas alturas de esta separación, no por lo civil, sino por lo criminal. En cualquier caso, me da que para hablar con Puigdemont, Junqueras o Forcadell habrá que acercarse muy pronto hasta alguna institución penitenciaria. La vida es así de dura; y la justicia, de lenta.
 Con todo, no creo que haya mucho que hablar con quienes llevan décadas imponiendo su cultura, su lengua y su pensamiento único, con quienes no paran de engendrar el rencor y no dejan de medrar con la espectacular rendición colectiva que se instauró en España en 1978, cuando se entregó a los nacionalistas (a los más viejos de cada lugar, en definitiva) la gestión absoluta de la educación, la lengua y la cultura. De aquellos polvos, estos lodos. ¡Claro que hay que reformar la Constitución!
 Y para acabar, una anécdota. Cuando el joven reportero de TV3 tuvo a bien informar de que el gentío que inundaba Barcelona y que se paraba a felicitar, con abrazos, cánticos y flores, a las fuerzas de seguridad del Estado había sido convocado –“para que sepan de qué tipo de gente estamos hablando” (sic)- por entidades como Falange o los somatenes consideré que mi gripe sólo podía empeorar si seguía escuchando más sandeces y que los pocos minutos que llevaba viendo esa televisión pública eran ya más que suficientes. Excesivos. Mi fiebre había subido unos grados, pero mi regocijo personal, paradójicamente, también había aumentado. Es lo que tiene una manipulación tan burda de la realidad: en vez de ocultárnosla, nos la acaba mostrando en su auténtico esplendor.

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