Humanos y replicantes
La Telaraña en El Mundo.
No he encontrado tiempo (o me ha faltado el humor en estos
días de brumas tan intempestivas como desagradables) para acercarme hasta el
cine, hasta una cualquiera de esas salas oscuras donde antes podías pasar la
tarde entera sin dejar de ver una película tras otra (la sesión doble, continua
de los antiguos cines de barrio) para ver la secuela de «Blade Runner», una de
las pocas películas, con «2001 Una Odisea del Espacio» o «El Último Tango en
París», por citar sólo dos ejemplos palmarios, que he seguido visionando una
vez y otra, año tras año, formato tras formato (VHS, DVD, Blu-ray y hasta diversos
montajes hallados en Internet) sin más intención que releer en el festín
interminable, oscuro y lluvioso de las imágenes, que bucear en el profundísimo
mar de las sugerencias, que dejarme llevar por el eterno debate entre la vida y
la muerte, entre el conocimiento y el miedo al conocimiento, entre la violencia
y el amor como formas de sentirse vivo cuando la vida se nos escapa y sólo la
logramos atrapar muy de vez en cuando. Esos afortunados momentos son los que,
cuando nos llegue la hora final, habrán dado algún valor y algún sentido a
nuestra existencia.
Pero el cine, como el arte, como la literatura, como el
teatro, como la vida, incluso como la que no pretende exhibirse ni ser
exhibida, es puro y auténtico, genuino artificio. Observamos la realidad como
si leyéramos un libro, quizá uno muy conocido, quizá uno que guardamos inédito
en el cajón oscurísimo de nuestros sueños más irrealizables. Observamos la
realidad mientras una voz en off (que no podríamos asegurar si es la nuestra)
nos va explicando los detalles que la realidad no acaba de mostrarnos, porque
sólo vivimos en un único instante y todos los instantes del pasado y del futuro
se condensan en ese mismo único instante. Cómo gana en intensidad cada instante
(y me refiero a este instante que acaba de pasar y que ya no existe) si lo
sabemos escrutar, si acertamos a saborearlo como si nos fuera la vida en ello.
Estoy seguro de que nos va; por eso hay tantos instantes que
destilan un veneno tan poderoso, que no es fácil sobrevivir a su influjo sin
caer en la sumisión, en la fascinación hipnótica, tal vez en la mentira, quizá
en la locura. Ah, la razón y sus viejos monstruos. Andamos, pues, entre seres
humanos y replicantes sin que sepamos (y sin que nos importe demasiado averiguarlo)
quienes son los unos y quienes los otros. Yo mismo puedo ser Rick Deckard o Roy Batty. Puedo ser ese androide que sueña con ovejas eléctricas y
añora haber viajado sobre unicornios azules. Puedo ser ese personaje o haberlo
sido, pero también puedo despertarme, frío y sudoroso, en mitad de la noche y
no tener ni remota idea de quién soy. Ni por asomo.
Etiquetas: Artículos, Creación, Literatura, Varios
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