Alrededor, percibo cierto trasiego, entre festivo y
resignado, por Halloween. Nunca he celebrado esa fiesta pagana y extranjera,
pero no porque fuera pagana y extranjera, ya que me gustan todo tipo de fiestas
y cuanto más paganas y extranjeras mucho mejor, sino porque la muerte me parece
algo muy serio desde que, hace ya unos cuarenta y cinco años, en uno de
aquellos terribles ejercicios espirituales que también formaban parte, supongo,
de mi muy leve educación franciscana, el curita de rigor tuvo a bien largarnos,
justo antes de acostarnos, un discurso tan terrorífico sobre la muerte, el
pecado y los infiernos que no sé si aquella maldita noche, que pasé en blanco,
logró dormir bien alguno de mis compañeros de colegio. Creo que no, pero me
será fácil averiguarlo porque, ya cumplidos los sesenta, mantenemos un grupo
abierto en WhatsApp. Qué modernos.
A todo esto, le leo a Aurora
Jhardi unas declaraciones en las que, sin decir nada, pone cara de lo
contrario. Esa petulante solemnidad dialéctica la pierde. Dijo "Recuperamos
una fiesta mallorquina y lo hacemos con vocación de permanencia" al
presentar, urbi et orbi, la llamada Nit de les Ánimes, el sábado 4 de noviembre
en el Parc de Sa Riera. Se trata, truco o trato, de crear un Halloween a la
mallorquina con dimonis, batucadas,
juegos infantiles y música popular. Nada muy original, salvo la posibilidad de
asistir, de la mano de Carlos Garrido,
a una visita guiada del cementerio de Palma. Personalmente, con Carlos, por
simpatía cultural de tantos años, aficiones musicales al margen, iría a
cualquier lado. ¿Pero es necesario perderse bajo la fría niebla de noviembre,
cuando los muertos, precisamente, andan más que revueltos, por entre cruces,
lápidas, mausoleos y tumbas? Pues no sé yo.
Donde sí que me perdí fue entre las voces y ecos del debate
del estado de la Comunidad. Por lo visto, Francina
Armengol sigue viviendo en su particular ordalía nacionalista sin más cera
que las lágrimas del victimismo habitual. Resulta muy difícil entender a los
que hacen del victimismo una forma de vivir, una manera de acercarse a la
catástrofe segura (ya lo decía yo) que es siempre la propia vida cuando se nos
cruza, ensombreciéndonos la mirada, la idea turbadora de que son los demás,
siempre los demás, los que nos la estropean, los que nos impiden sacar adelante
nuestros legítimos deseos (los de la independencia catalana, sobre todo) con
buena letra y mejor nota, los que nos la convierten, a la vida, en un largo y
tortuoso camino hacia ninguna parte. Miren, la vida es siempre un largo y
tortuoso camino hacia ninguna parte, sin que haga falta echarle las culpas a
nadie. Pero si no hay culpables, tampoco habría víctimas y entonces se les
vendría abajo a muchos el chiringuito.
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