LA TELARAÑA: agosto 2024

miércoles, agosto 28

La malla verde, de Arpas y laúdes (Òrbita, 2020)

Poema de Arpas y laúdes (Òrbita Editorial, Palma, 2020)


La malla verde

Tanto quiero a la vida (ese arrugado trébol de tres hojas
que guardo entre las páginas del María Moliner)
como tantísimo le temo a la muerte: el cese
inesperado del discurso, la interrupción
letal del pensamiento,
el desmayo profundo de la conciencia,
el instante incómodo, pero definitivo,
de no ser y no estar, de no tener
otra voz que estas líneas escritas, desafiantes,
para disimular el miedo, para vengar el escalofrío
de una herida oculta
que sangra, nos devora y nos recorre
el cuerpo entero desde no sabemos dónde.

Allá vamos. De allí venimos.
De ese lugar que imaginamos en ninguna parte. O en todas.
Examino las cartas de navegación (perdidas entre las misivas
que escribí hace décadas, una al día, enamorado insomne
de la caligrafía) y el vértigo me persigue por entre los agujeros negros
y las constelaciones del tiempo, el espacio y el alma,
del espíritu (hecho, al fin, palabra) que lo contabiliza y engloba todo:
el amor y la fe, la voluntad y el destino. Todo cuanto somos, en efecto.

Como los asteroides expulsados fulminantemente del paraíso
(el eterno retorno nos devuelve al pecado original)
paso muy cerca del hogar donde nací
-el edificio está cerrado
y recubierto por una malla verde desde hace años
y echo en falta las sombras del árbol del bien y el mal
(la pasión y el deseo, la culpa y también el remordimiento)
entre los llamativos grafitis imitación de Banksy
que alguien pintó, anónimo, de anochecida. Sus trazos
parecen intentar abrir la puerta tapiada (o el corredor sin salida)
de una cueva telúrica, abisal,
donde yace escondido, quizá excitado y hasta jadeante,
el tesoro magnífico, sucio y lascivo de la infancia.

Regreso al origen, porque es allí donde nacen las palabras
y no parece que se pueda escapar del lenguaje,
de su naturaleza incompleta, su retórica interior, su temple suicida.

Recuerdo dos terrazas y una gran torre circular con vistas al cielo
y también al infierno de una ciudad que crecía igual que yo crecía:
desordenadamente,
el miedo de las noches algunas noches, la playa casi desierta
y el agua quieta hasta donde el sol y el horizonte
se fundían en un mismo fulgor, los partidos de fútbol
desde la grada norte del Lluis Sitjar,
un pinball, una bicicleta, el instante previo
de aquel beso furtivo que no llegué a dar nunca
(pero cuyo ritual sigo repitiendo desde hace cincuenta años),
el maullido de un gato poco antes de morir
a destiempo, las aventuras de Federico Algernon Trotteville,
que me enseñó a escribir con tinta invisible
en los libros de Enid Blyton,
y un bloc de anillas rojo donde escribía canciones,
coplas de amor y muerte (exactamente) igual que ahora.

Sólo yo puedo saber que todo lo que aquí cuento es verdad.

© Juan Planas Bennásar