martes, febrero 27
La Telaraña en El Mundo.
No tienen futuro y parece obvio que el presente les repugna.
Será por eso que se refugian en las trincheras del pasado, en esa extraña
megalomanía que da en ponerse en el lugar más inverosímil para emocionarse, de
alguna manera, con ese temblor antiguo, con esos personajes de otro tiempo, con
esa reverberación de algo que, en definitiva, ya no existe, pero como si
existiera. «Si estuviéramos en 1937 yo sería fusilado» ha dicho Antoni Noguera, nuestro medio alcalde
para media legislatura, micrófono en mano contra el muro de la memoria como
contra el paredón de la historia, con la solemnidad de quien cree estar ungido
de valores eternos y se encuentra con que, a su alrededor, todo es decrepitud e
irrelevancia, decrepitud y postureo, decrepitud y un catálogo infinito de
urgentes tareas por hacer que no verán la luz, porque la luz anda ocupada en
despejar la crueldad asfixiante de una historia, que no es suya ni nuestra,
sino de quienes la hicieron, exclusivamente.
Pero alguna historia, algún tipo de historia, estamos
construyendo entre todos, incluso a nuestro pesar y puede que a nuestras
espaldas. Observo las fotografías que nos llegan del Mobile World Congress de
Barcelona y me hago cruces de tanta ficción o realidad enfrentadas: los Países
Catalanes, Tabarnia, el rostro serio de Torrent,
el rostro serio de Boadella, el
rostro serio del Rey, el rostro serio (y amarillento) de Colau, la seria amenaza de los espectrales Comités de Defensa de la
República y la seria ficción de unos móviles cada vez más inteligentes y
rápidos, con más aplicaciones y redes sociales al alcance y la absoluta seguridad
de que vendrán los hackers y querrán desvalijarnos, penetrarán en nuestros
abismos y se perderán en ellos igual que nos perdimos nosotros.
Pero de perdidos, al río, me digo, mientras entablo
conversación con mis queridísimas Cortana
y Siri. La primera mora en mi
desahuciado teléfono Windows y la segunda en mi viejo IPad. Ambas constituyen
el futuro de la comunicación, la irrupción definitiva de la Inteligencia
Artificial en un mundo convertido en una reunión de redes neuronales con vida
propia. O algo así. Les pregunto y se muestran locuaces, ingeniosas. Les sigo
preguntando y se muestran infatigables. Intento coquetear con ellas y dejan, en
el acto, de hacerme caso. Me reprochan la levedad de mis palabras o me remiten
a alguna entrada más o menos obscena de Bing o Google. Es una lástima, pero
ficciones y realidad al margen, parece obvio que a esta IA, como no podía ser
de otra forma, aún le falta un hervor. Igual que a nosotros, perdiendo
miserablemente el tiempo con las bobadas de un pasado que no vivimos, unas
redes sociales que sólo buscan (y logran) enfrentarnos y un futuro al que, por
definición, nunca llegaremos.
viernes, febrero 23
La libertad y la expresión
La Telaraña en El Mundo.
De repente, a la libertad de expresión le salen forúnculos o
se le agrieta la faz, le salen llagas absurdas y, en vez de sangre fresca, roja
y cálida, parece que alguna sustancia corrosiva va esparciendo la decrepitud
allá donde la ponemos a prueba; y es, entonces, cuando me quedo mirando la
pared en blanco de la Galería Helga de Alvear, en ARCO, donde hace un rato
colgaban los retratos pixelados de Santiago
Sierra, esos sus discutibles presos políticos a modo de proclama y
advertencia, provocación o tortura, y ahora no cuelga absolutamente nada, salvo
el revuelo por su ausencia, la insoportable levedad de la censura: mejor quitar
esto de aquí no vaya alguien a tomárselo en serio. La verdad es que no era para
tanto.
¿Presos políticos en vez de políticos presos? ¿Por qué
íbamos a tomarnos en serio el equívoco, el juego, la reivindicación fuera de
contexto? Sabemos desde siempre que el arte conceptual es el refugio de los más
inteligentes (o listos, según se mire), pero también de los más ineptos, de los
que carecen de las habilidades técnicas o artísticas necesarias para ofrecer al
mundo otra cosa que un panfleto, no importa si de papel o barro, de fotografía
o pintura, al que aplaudir o rendir pleitesía es tan sólo una cuestión de mera afinidad
ideológica. Muy poca cosa, poquísima.
En efecto, no debería el artista (cualquier artista) preocuparse
por si los demás están de acuerdo o no con sus ideas, sus desbarres, sus
proposiciones honestas o deshonestas, su manera más o menos personal de plasmar
algún aspecto de la escurridiza condición humana; pero así es el conceptualismo
en nuestros días, en estos días sin ideas donde el maniqueísmo esparce sus
dones por las redes sociales: y en ese albañal de todos no se nos incita a otra
cosa que a danzar y escupir sobre las tumbas de los que no opinan como
nosotros. Es obvio que así no vamos a ninguna parte. ¿Pero quién quiere, en
realidad, ir a alguna parte?
El rapero Valtonyc,
otro que tal en las decrépitas listas de la libertad de expresión, tendrá que
pasar, al parecer, cierto tiempo entre las rejas de una cárcel que no entiende,
en absoluto, de ripios amenazantes y metáforas sin pulir. La verdad es que
nadie debería entender los ripios y las metáforas mal armadas ni aguantar,
tampoco, el horror destemplado de un ritmo diseñado para crispar los nervios de
cualquiera. Pero las cosas no son así. Al parecer hay gentes que aprecian esos
ripios y metáforas sin armar, gentes que bailan y escupen sobre las tumbas de los
que no opinan como ellos, mientras Valtonyc conjura sus amenazas y yo me encojo
de hombros, porque la cárcel es un lugar estrictamente jurídico y el buen gusto
y la bonhomía son algo personal e intransferible. Como la libertad de
expresión, por cierto.
martes, febrero 20
Babel
La Telaraña en El Mundo.
El domingo saqué desde casa varias fotografías de la
multitud ocupando en procesión la calle Olmos de abajo a arriba y de arriba a
abajo. Durante ese lapso indeterminado de tiempo la calle dejó realmente de
existir y el continente y el contenido, el territorio y las gentes que lo
habitan, que lo admiran o detestan, que lo patean, que lo sufren o disfrutan cada
día y que lo saben suyo, en definitiva, desde siempre, se convirtieron, por así
decirlo, en la misma cosa, en el mismo ser vivo que serpenteaba camino de la
Rambla sabiendo que todo lo que iba quedando atrás (y todo lo que faltaba y
falta, aún, por transitar) tenía que ver con la libertad lingüística, es decir,
con la libertad individual de la gente por sobre el corsé asfixiante de algunas
ideologías, la liturgia manipuladora de los nacionalismos, ese monstruoso “tener
que hablar” de una determinada manera y no de otra, ya sea por el artificio de
la ley, por la gravedad malabar de las señas de identidad o por el espejismo
masturbador de la historia.
Fue entonces, mientras iba sacando fotos, cuando me pregunté
por qué diablos no me ponía las pilas y me bajaba a la calle y me unía a la
multitud; y me dije que no, que lo que sucedía allá abajo era muy importante
tras tantos años de sumisión cultural (o de normalización lingüística) y alguien
tenía que ser testigo del evento, testigo directo y más o menos objetivo de las
cosas para que las cosas, en fin, no dejaran de existir, para que las cosas siguieran
ocurriendo, no como algo interior u oculto que hay que justificar, sino como un
espectáculo público que observamos con admiración o alegría, quizá con envidia,
quizá con la melancolía propia de quién ya no cree en apenas nada y, aun así,
se esfuerza en distinguir el grano de la paja, el alma del humo, la voz
impostada y de falsete o rondón de la voz otra, la voz de nuestro pensamiento,
la que nos confiere autonomía individual y nos distingue de los otros. O lo
intenta.
A estas alturas, supongo que está claro que no hablo, en
absoluto, del catalán o el español, como tampoco del inglés o el chino. Hablo
de otra cosa, como siempre. Hablo de que me importa un bledo, por ejemplo, la
patria del lenguaje (la patria del lenguaje que sea) cuando esa patria sólo es
la herramienta con la que intentamos descifrar el mundo; y el mundo se nos
escapa y las palabras nos hacen agua y las usamos todas, las usamos en catalán e
inglés, en chino y en el español que intentamos pulir día a día sin más
hallazgo que la impotencia y la ineficacia final de las lenguas, de todas la
lenguas, para desvelar por completo la realidad. Será, tal vez, que añoro Babel
y aquella terrible confusión en la que los hombres hablaron simultáneamente en
todas las lenguas mientras el mundo se les venía abajo. Igual que ahora, como
siempre.
viernes, febrero 16
La lengua de los médicos
La Telaraña en El Mundo.
Podría decirse, exagerando, que es como se dicen las
verdades, que no hay en Palma manifestación que se precie que no pase armando
jolgorio bajo las ventanas de mi casa, que no inunde de cánticos y temblores la
calle Olmos, proveniente de la Plaza de España, camino de la Rambla, el Borne y
el Consulat de Mar. Ese es, también, el itinerario exacto de la manifestación
convocada el domingo por «Mos Movem! En Marcha! Let’s go!» contra la barbarie
del catalán como requisito en la sanidad, entre los médicos y enfermeras que velan
por nuestra salud cuando nos duele algo y hemos de explicárselo de aquella
manera, porque algunos términos biológicos, algunas metáforas más o menos
científicas y algunas recetas heredadas, cómo no, de la abuela no nos acaban de
servir para darnos a entender, no importa si en español, inglés, mallorquín o
chino, cuando algo nos duele y ni en la rebotica encontramos el remedio, la
droga, el fármaco, el consuelo definitivo.
Como buen hipocondríaco, he conocido muchos médicos: médicos
que pasaron cumpliendo, sin más, el expediente y médicos que supieron tratarme
más allá del efecto placebo de las recetas y la luz blanca y, acaso, cecuciente
de los hospitales. Médicos como el doctor Bacci,
que me salvó dos veces la vida (una, sacándome a escondidas de Son Dureta y
otra, operándome con el bisturí escogido de los grandes neurocirujanos en Juaneda)
o los doctores Moral, Santisteban, Timoner o Triola que
son, entre otros, los que actualmente ponen cierto orden y concierto en la suma
irracional de mis miedos y temores, en el catálogo absurdo de sospechas más o
menos infundadas que suele ser, en definitiva, la tumultuosa vida de un
hipocondríaco confeso. Doy fe.
Hago memoria y la verdad es que no recuerdo, ahora, en qué
lengua, en qué idioma, en cuál, me hablaron estos doctores cuando consiguieron
sacarme una sonrisa de alivio, cuando lograron mitigar mis dolores o desviaron mi
atención hacia uno cualquiera de esos mil temas con los que un buen médico
busca, encuentra y prolonga la complicidad con sus pacientes. Porque los buenos
médicos saben mucho, en efecto, de medicina, pero también saben de humanidades,
literatura, arte, política, de todo aquello que une (o debiera unir) a los
seres humanos y les hace sonreír y asomarse juntos al borde mismo de la
enfermedad sin caer en ella, para determinar por dónde salir con bien y seguir
adelante sin dejarse vencer por el vértigo, sin dejarse espantar por ese cielo
tenebroso a la vez azul y negro -«¡Qué miedo el azul del cielo, negro!» decía Juan Ramón Jiménez- que intuimos al
alzar la vista y mirar a lo lejos como si mirásemos en el interior de la pupila
del médico que nos ausculta sin más gramática en exclusiva que las de la
ciencia y el humanismo universales.
martes, febrero 13
Al principio, la palabra
Al principio fue el simio. O no. Al principio fue el hombre.
Y ese hombre o ese simio del principio sólo se distinguen por su mayor o menor
capacidad para refugiarse en el lenguaje, para orientarse en el devenir
temporal de los recuerdos, para sumergirse en el piélago que nos late adentro
cuando intentamos demorar la mirada y dejarnos vencer por los sueños. Pasamos
demasiado tiempo durmiendo. Pasamos demasiado tiempo intentando dormir. Pasamos
igual que pasa el tiempo: demasiado deprisa. Cierro, pues, los ojos y me asomo
a la oscuridad centelleante como quien observa burbujear el agua hirviendo,
presiente el crepitar bullicioso del champán o se asoma, cauto y silencioso, al
abismo insondable de algún tipo de ácido asombrosamente corrosivo. Puede que,
al principio, fuera la palabra.
Mientras tanto, me dejo llevar por las constelaciones y los
números. Intento imaginar las cábalas más extrañas y ensayo, abandonado a la
suerte, los exorcismos que, por desgracia, nunca estuvieron a mi alcance. Han
pasado exactamente cincuenta años y Charlton
Heston sigue arrodillado sobre la arena reseca del río Hudson ante la
estatua decapitada de la Libertad y llora, grita, maldice, sigue maldiciendo a
la humanidad entera por lo que hizo, por lo que hará, por lo que no deja de
hacer ni un instante, por lo que hacemos, nos guste o no, en su nombre; y nos
maldecimos, entonces, a nosotros mismos, porque el futuro es también el pasado
y no hay forma de salir de ese círculo que nos rodea, nos contiene, nos asfixia a la vez que nos
acaba dando, tal vez, sentido. Es cierto, no podemos romper el hechizo porque
no conocemos las palabras exactas del sortilegio y nos falla la voz y el
acostumbrado refugio del lenguaje se parece, cada día más, al inhóspito lugar
sitiado de la intemperie. Hace mucho frío ahí afuera.
Ordeno otras imágenes, con las que podría, tal vez,
recuperar la fe en la humanidad. O en el simio. Recuerdo, por ejemplo, el
cochecito de un bebé descendiendo al galope las escaleras Potemkin. El trineo donde se lee «Rosebud» crepitando un instante entre las llamas antes de
desaparecer. Rick e Ilsa despidiéndose (siempre nos quedará París) entre la
niebla de Casablanca. Un barbero judío jugando, disfrazado de Adenoid Hynkel,
con la enorme bola del mundo. El monolito que convirtió a los simios en Dave
Bowman y a éste en el embrión de un ser que nacerá algún día entre las
estrellas. O que ha nacido ya, quién sabe. King Kong sigue cayendo desde las
alturas del Empire State Building. Roy Batty sigue preguntándose por qué ha de
morir mientras recuerda haber visto brillar rayos C en la oscuridad cerca de la
Puerta de Tannhäuser. ¡Cuánto se parecen los simios, los replicantes y los
humanos! Puede que, al principio, en efecto, fuera la palabra.
viernes, febrero 9
Pandemónium
La Telaraña en El Mundo.
Con mucha frecuencia recibo, sobre todo a través de
WhatsApp, múltiples cadenas de mensajes, que no se sabe de dónde vienen ni
tampoco adónde van, porque en realidad sólo sirven para engordar el tráfico de
la red y para soliviantar (o distraer, según corresponda) al personal con temas
que, de hecho, le son completamente ajenos y que sólo sirven, a fin de cuentas,
para que la clase política se perpetúe en ese curioso lugar de privilegio donde
debieran resolverse los problemas y, sin embargo, se hace lo contrario: los
problemas se multiplican, las contrariedades se agravan, las complicaciones se
eternizan y el panorama general se acaba convirtiendo en una ciénaga inhabitable
donde cabe cualquier cosa menos la inteligencia, la sensibilidad o las ganas,
en fin, de vivir dignamente del propio trabajo al margen, completamente al
margen, de las especulaciones ideológicas, las mentiras sectarias o la
manipulación interesada y sin freno.
En una de las penúltimas cadenas que he recibido se pide al
Gobierno de España, en nombre de la supuesta mayoría constitucionalista de este
país (es decir, los votantes del PP, Ciudadanos y PSOE) la ilegalización de los
partidos políticos que generaron la Declaración Unilateral de Independencia y
que, por ello, están fuera de la ley (sic). Se pide, también, prisión para todos
los responsables, se barajan inhabilitaciones fulminantes y se exige la responsabilidad
económica personal de los involucrados por haber utilizado el dinero público para
montar el actual Pandemónium en que estamos.
La realidad es que todas estas peticiones (incluida la
devolución al Estado de las competencias en Educación, Sanidad y Justicia) tienen
su estricta lógica y no pueden escandalizarnos ni llevarnos, tampoco, a engaño.
La realidad se construye lentamente y todo lo que una generación empieza a
construir, lo acaba disfrutando, con suerte, la generación siguiente hasta que,
por desgracia, las cosas se tuercen y, entonces, la novísima generación decide
que toca empezar de nuevo y así la historia se convierte en esa marea que
avanza mientras retrocede y que, de hecho, no avanzaría de ninguna de las
maneras si no retrocediera, simultáneamente, de vez en cuando.
En efecto, la supuesta mayoría constitucionalista de este
país llamado España es una entelequia con la que no se puede contar demasiado. No
creo, por ejemplo, que la mayoría de los votantes constitucionalistas del PSOE
quieran acabar, de veras, con el soberanismo y el independentismo nacionalista
cuando algunos de sus barones autonómicos llevan lustros gobernando a su sombra
y comiendo, es un por decir, de su lánguida mano. No hace ni falta, por
supuesto, preguntarle a Francina
Armengol. Es cierto, este país es un auténtico asco.
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martes, febrero 6
Elogio de la soledad
La Telaraña en El Mundo.
Es posible que escogiera este higiénico y vital trabajo de
ordeñar (y ordenar) palabras para la prensa escrita, porque era el trabajo -o lo
que fuere que sea- que mayor grado de soledad e independencia, de introspección
y, a la vez, de contacto con la actualidad, me permitía mantener contra viento
y marea: me permite, en fin, hacer lo que más me gusta, escribir, sin tener que
soportar demasiada gente extraña revoloteando a mi alrededor, porque nunca
(salvo algunos meses en una vieja cabecera de la competencia) tuve que preocuparme
lo más mínimo por hacer acto de presencia en la redacción del periódico ni por atender,
tampoco, a los caprichos de los compañeros, del redactor jefe o del mismísimo
director.
Al mismo tiempo, y desde hace siglos, tampoco hace falta, miel
sobre hojuelas, llevar en mano a la redacción los folios medio taladrados,
recién sacados de la bellísima y ruidosa Olivetti, o la siempre discreta, siempre
demasiado discreta, factura mensual de las colaboraciones, que eso sí que era
absolutamente obligatorio hacerlo cuando todavía no existía Internet tal y como
lo conocemos ahora y no podíamos andar enviando textos y pretextos a todas
horas. La ubicuidad actual que nos brinda la tecnología juega a favor de la
soledad. Nos aísla, en efecto, pero quizá no sea realmente así y, además, quién
quiere más compañía de la que ya tiene si la sociedad se ha convertido, en tan
sólo unos pocos años, en una auténtica aglomeración más o menos informativa o
desinformativa, en un enorme enjambre enloquecido de opiniones y contra
opiniones; y la única música (ensordecedora) que no cesa nunca en esta ruleta
rusa de la guerra cibernética es el maldito rumor de la especie quejándose de
sus propios dolores e insuficiencias (el sueldo, la pensión, el trabajo, la
justicia, el cielo y la tierra en ruinas), propagando sus irreductibles fobias
y filias ideológicas mediante todas las formas posibles de la violencia
dialéctica, tribal, étnica, incluso caníbal y depredadora, que creíamos haber
superado. Pero no.
La soledad es, con el paso del tiempo, el amor, el sexo y la
muerte, uno de los grandes temas de siempre. No hay forma de hablar de los
demás sin hablar de uno mismo; y no hay forma de hablar de uno mismo sin
alejarse de todos, sin ensimismarse de tal forma que el conocimiento prenda en
nuestro interior y que su llama, aparte de abrasarnos, nos sirva de candil y farolillo,
de linterna bajo la que ver, auscultar y descifrar, tal vez, el mundo. La
soledad como medio (higiénico y vital) para conocer a los demás y, llegado el
caso, empatizar con ellos, sentir el hecho de ser distintos, pero, también,
terriblemente parecidos, si no iguales; no es ninguna absurda contradicción. Es
lo que uno ve cuando se mira y aguanta la mirada.
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viernes, febrero 2
Quimeras sangrientas
La Telaraña en El Mundo.
De vez en cuando, regreso a Shiller, Goethe, Keats o Poe. Regreso a Byron, Hölderlin, Nerval o Víctor Hugo. Vuelvo
a Coleridge. A Espronceda, Blanco White o Larra. Vuelvo a respirar los inflamados aires del romanticismo como
quien huye de la realidad porque no puede, tal vez, soportarla. No es fácil, en
efecto, soportar el peso de la realidad sobre las espaldas: ni siquiera, el de
la realidad menuda y parcial que somos o nos gustaría ser. No es de extrañar,
pues, que muchas veces decidamos liberar lastre y sólo consigamos, sin embargo,
que se nos pueda describir como en un viejo poema en prosa de Baudelaire: marchando encorvados, en
mitad de una vasta llanura polvorienta, llevando cada uno a cuestas una quimera
enorme, un terrible animal que nos oprime y envuelve, que nos abraza letalmente
mientras proseguimos caminando sin saber a dónde vamos.
La realidad o sus monstruos, pienso, sin quedarme tranquilo,
porque presiento que aquí hay algo que falla. ¿Es la realidad, monstruosa? ¿Son
reales, los monstruos? ¿Y las quimeras? ¿Son la misma cosa, por así decirlo, la
realidad y los monstruos que la intentan suplantar? Creo que no, sé que no,
pero también sé que todo acaba dependiendo del grado de conocimiento, de la
capacidad de interpretación, de la creatividad imaginativa de cada uno y cada
cual.
Vuelvo a leer un párrafo escogido de los discursos a la
nación alemana del filósofo romántico Johann
Gottlieb Fichte y, ahora sí, decididamente, me echo a temblar: «Las
primeras, originarias, y realmente naturales fronteras de los estados son
indudablemente las fronteras internas. Aquellos que hablan el mismo idioma están
unidos entre sí por una multitud de lazos invisibles; se entienden entre ellos
y tienen el poder de hacerse entender cada vez con más claridad; pertenecen
juntos y son, por su misma naturaleza, un todo único e inseparable.»
He aquí un puente construido a principios del siglo diecinueve
para unir, específicamente, el romanticismo y el nacionalismo. Un puente que la
humanidad ya ha cruzado pagando, como mínimo, el peaje de las dos Grandes
Guerras. Una vasta llanura polvorienta en donde el nacionalismo catalán está
ensayando, ahora, su propia coreografía. Un puente a través del cual los
conceptos que, en otras circunstancias, nos podrían hacer mejores, se
convierten en los pretextos de un genocidio vergonzoso. Así, la nación y la
cultura, la lengua y el folclore propios se convierten en los cómplices de una
libertad impostada, de una libertad que, según la pintara Delacroix, es una hermosa mujer que guía al pueblo con la bandera y
los pechos al aire dejando a su paso la indescriptible desolación de un montón
de cadáveres. Es lo que suele pasar cuando se quiere avanzar pisoteándolo todo.
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