LA TELARAÑA: julio 2018

viernes, julio 27

Urbe irreal


La Telaraña en El Mundo.





 Salgo a la calle Olmos y casi me atropella un joven en monopatín. Apenas sí lo veo por el rabillo del ojo, pero un silbido serpenteante, como una especie de latigazo en el aire, me deja varado en mitad de la calle y también de mí mismo. Pasa a veces que a uno le sucede cualquier cosa y el mundo se le paraliza algo así como un instante y piensa, entonces, que ha vuelto a nacer o que sigue vivo de prestado, de chiripa, tal vez por necesidad o por azar; pero no es así. Vivir es, precisamente, saber que uno no puede detenerse ni un instante, ni el instante maldito ese en que se nos encoge el corazón o el alma (o quizá ambos) porque nos queremos detener, porque nos queremos bajar del mundo, porque no queremos ir adonde nos llevan, indefectiblemente, a rastras o a empellones, mediante engaños y promesas, porque no queremos tener absolutamente nada que ver con la superficialidad y la ignorancia inconscientes de la mayoría, con el despilfarro y la corrupción imperdonables de quienes nos gobiernan, con el pensamiento único y letal del populismo y los nacionalismos identitarios. Me repugna esa indigencia mental, ese relativismo colectivo, tan de nuestros días, que da en no creer en nada. En nada.
 Salgo a la calle Olmos una vez más y otra y otra y sigo, por supuesto, sorteando jóvenes y no tan jóvenes en monopatín mientras me sumo a la lenta marcha bajo el peso plúmbeo del calor, la luz mórbida y engañosa del verano, el paso indeciso (casi siempre guiados por algún móvil con el GPS enloquecido) de los turistas por entre el rumor cristalino de los bares, las tiendas de ropa, los puestos de helados, los abigarrados bazares de los chinos.
 Salgo a la calle Olmos y la ciudad entera se despereza (atormentada urbe irreal) a mi paso. Camino lento y tomo notas, a veces, como quien intenta jugar al escondite con las ideas y hasta cogerlas al vuelo, aunque aún no hayan cuajado. Ya cuajarán si han de hacerlo. La ciudad no es una suma de barrios más o menos infernales o paradisíacos, en absoluto; la ciudad es el latido profundo de este instante en que aprieto, distraído, el paso y doblo esquinas sin detenerme en ningún lado, porque ya quedaron muy atrás los días en que uno buscaba refugios donde amartillar la soledad (o cualquier otra estupidez similar relacionada, sobre todo, con el arte o la cultura, con esa venta literal de humo que tantas humaredas literarias produce y seguirá produciendo) y el único palacio de invierno lo tengo, como no podía ser de otra forma, en mi propia casa: los ventanales absolutamente abiertos sobre la calle Olmos, el aire acondicionado rumiando de impotencia como un vertiginoso joven en monopatín a punto de atropellarme, a punto de caer como la noche sobre mí mismo y el silencio. Cuánto adoro el silencio y, sin embargo.



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viernes, julio 20

Los balcones


La Telaraña en El Mundo.




 Cuando vivía en una residencia universitaria de Valencia tener una habitación con un balcón propio era un privilegio que sólo estaba permitido a los más veteranos. Yo llegué, con los años, a tener uno de ellos. En mi balcón, recuerdo que celebrábamos sudorosas timbas igual que tragicómicas conversaciones de religión o filosofía. Recuerdo que volaban sin preaviso las bolsas llenas de agua y también las risas y los insultos más o menos compartidos, las quejas y también los avisos a una autoridad que nunca acababa de llegar, pero que cuando llegaba era el terror de la terrorífica Brigada 26 y, entonces, el más profundo de los silencios ponía fin a todo ese ritual ruidoso, profano y absurdo que da en hacer notoriamente el ganso a deshoras, porque la sangre siempre acaba burbujeando y las hormonas, al menos a ciertas edades, tienen su propia brújula desnortada y, desde luego, famélica.
 Está claro, pues, que no se le puede negar un enorme y antiguo poder de seducción a los balcones. Con todo, a nosotros no nos daba por usarlos como trampolines para lanzarnos al vacío de una piscina que, por supuesto, al menos en aquella residencia, no existía. O será, quizá, que no bebíamos tanto de golpe y porrazo como los turistas que vienen actualmente a la isla a perder la cordura, la virginidad y, por lo visto, también la vida. O será, en fin, que conocíamos a la perfección que nunca ha habido forma humana alguna de superar el vuelo legendario de Ícaro volando orgulloso en picado hacia el sol con las alas extendidas deshaciéndose, primero, en cera, luego, en artificio, en sudor, y después, en nada.
 Pero es verdad que volar tiene muy buena prensa. Todos hemos volado en sueños o pesadillas y hemos despertado de sopetón envueltos en sudor frío, porque la caída era inmediata y el rayo oscuro del dolor estaba a punto de alcanzarnos. Hemos volado, también, envueltos en algunas quimeras salpimentadas de alcohol y vaya usted a saber qué otras mil sustancias. Eso es cierto y no lo podemos negar. Pero en todas estas ocasiones sólo hemos conseguido volar tan bajo que casi nos ha parecido estar arrastrándonos por el lodo y el fango de las peores cloacas subterráneas de la humanidad en vez de estar surcando, como habíamos imaginado, los espacios abiertos del cielo y las nubes, la cúspide huidiza, por escondida, de tantas ilusiones y deseos. A mí los turistas que vienen a volar verticalmente por entre los balcones de los hoteles de Mallorca me dan mucha pena. Me da pena que no sepan lo bien que se vuela subido, por ejemplo, a un simple y vertiginoso verso, a uno no muy largo que hable de nosotros mismos, del amor y la muerte, de las horas que volamos de verdad cuando convertimos ese verso en un poema y ese vértigo en una sensación única de renacimiento.



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viernes, julio 13

El No y el Sí


La Telaraña en El Mundo.




 No sé si reír o llorar, si dejarlo correr todo por la torrentera hacia lo inevitable o si dar un rodeo y seguir contemporizando: ya se sabe que nunca pasa nada, salvo nosotros. Nosotros sí que pasamos. Con todo, el mundo empieza a ser un mal lugar, un patio de ladrillo rojo al sol abrasador de una residencia para locos de atar, una mezcla altamente tóxica de ingeniería social, por una parte, y de inconsciencia, abulia o desencanto, por la otra; y lo peor es que ya no sabemos en qué parte (o de qué parte) estamos, porque el Estado empieza a ocuparlas ambas, la suya y la nuestra, la que debería limitarse a gestionar los recursos de todos y la que usan para maleducarnos en el desconcierto, domesticarnos, violar y masacrar nuestra intimidad, venderla al mejor postor y convertirnos en marionetas teledirigidas de una farsa -entre la gran nube del Big Data y el cielo estrellado de la República Imaginaria de las Redes Sociales- que maldita la gracia tiene.
 No tiene ninguna gracia. Me llegan multitud de memes, más o menos pertinentes o impertinentes, sobre el No y el Sí de las mujeres. O lo que es lo mismo, sobre el origen y el desarrollo de las relaciones (tan complejas como necesarias) entre los hombres y las mujeres, sobre ese magnífico, turbulento y biológico conflicto que mueve el mundo desde el principio de los tiempos, desde Adán y Eva y el instante fundacional del ofrecimiento de la manzana envenenada, ávida de vida, de ese bocado en la fruta húmeda de la transgresión, el nacimiento de las ansias de libertad: la confirmación de la experiencia sexual como la más parecida a la del descubrimiento de uno mismo en la otra y viceversa, la liturgia o el milagro que anula los límites y convierte al hombre y la mujer en el mismo ser palpitante bajo la sombra indecisa del más viejo de los árboles, el Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal.
 Pero legislar sobre todo esto, más allá de la perentoria defensa del más débil, es perder el tiempo. Es divagar sobre un No o un Sí explícitos, tajantes, sin gracia ni matices, sin virtud ni, por supuesto, pecado. Un No y un Sí dialécticos que, sin embargo, no parecen tener en cuenta la complejidad de la naturaleza humana, las revueltas hormonales que el deseo obra en todos (y en todas: ¿por qué me obligan a masacrar la gramática?), las vacilaciones, el entusiasmo ciego o ilustrado y los arrebatos que nos asolan, a veces, en el transcurso de la ronda nocturna a través de la Vía Láctea que es la vida, a lo largo de ese viaje por entre las constelaciones, sus espejismos, sus agujeros negros y esa música solemne y, a la vez, callada (terroríficamente silenciosa) que suena afuera y también adentro, que suena ubicua y eterna, que suena torrencial y al compás de uno mismo: según el vaivén de los sentimientos.

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viernes, julio 6

1137 pases


La Telaraña en El Mundo.



 Con el paso del tiempo vamos cambiando de sueños casi tanto como de pesadillas. Así, cada año, cada lustro, cada década -cada día de nuestras vidas- nuestros sueños se perfilan de un modo distinto y nos plantan cara con un empeño, un entusiasmo o una urgencia nueva, inacabada, temporal: sublime. Hay días y noches en que soñamos lo que sea que tengamos por costumbre soñar -soñar y vivir son asuntos muy personales- y nos despertamos asustados, sudorosos, agotados: esos sueños, entonces, ya no nos pertenecen porque los hemos agotado sin llegar a consumarlos o porque nunca los merecimos del todo: no es fácil, en efecto, estar a la altura de los propios sueños. Los sueños verdaderos son muy puñeteros y a la mínima que les damos la espalda se difuminan y hacen como si desparecieran y no hay forma, luego, de distinguirlos de tantos otros sueños como nos rondan tan sólo para confundirnos, alejarnos de nosotros mismos y convertirnos en otros, someternos a los deseos ajenos, convertirnos en esclavos más o menos dóciles de la gran mentira institucionalizada en que vivimos.
 Con las pesadillas pasa algo parecido, pero peor. La peor pesadilla es siempre la última. Llevábamos años, lustros, décadas, pensando que nunca iríamos más allá de la maldición de cuartos y nos habíamos acostumbrado a reencarnarnos, cada noche y cada cuatro años, en Julio Cardeñosa, por ejemplo. O en Luis Enrique. Avanzábamos despacio con el balón hacia la portería de Brasil mientras el defensa Amaral crecía de tamaño y la portería menguaba y las piernas se nos hundían en el fango y el tiempo andaba lento y como detenido y Tassotti, entonces, soltaba el codo y la nariz nos estallaba y llorábamos sin consuelo por las costuras del alma pidiendo penalti, pidiendo justicia, pidiendo cualquier cosa, pidiendo despertar, por ejemplo, a un VAR que todavía no existía.
 Luego vino el gol de Iniesta y ese paréntesis de varios años en que no tuvimos pesadillas, pero tampoco sueños, porque siempre se nos aparecía Casillas despejando el balón que un desquiciado Robben le enviaba una vez y otra, sin éxito. Y así hasta ahora. El domingo pasado España realizó 1137 pases ante Rusia. Creo que nunca me había aburrido tanto con un partido de esta índole. Creo que nunca había deseado tanto que el partido tocara a su fin, que alguien echara a los jugadores del campo y les gritara, atronador, que el objetivo del fútbol es enviar un pase al fondo de la portería contraria, un pase a las espaldas del portero, a ese lugar indefinido donde el mundo es una tela de araña que tiembla y una multitud que salta, grita, vibra, una multitud que ahora deberá volver a sus pesadillas más antiguas, a Cardeñosa o Luis Enrique, porque la historia es circular y siempre se acaba volviendo al principio. Al origen.


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