Niego tres veces todo lo que soy y me rencuentro, acurrucado
como un niño que aún no ha nacido, en ese fracaso repetido que es siempre la
vida. No puede ser otra cosa. Pienso en las piedras fundacionales de Roma, en
las asfixiantes catacumbas como en las ruinas tullidas al aire libre de Atenas,
en las aguas en llamas del Ganges surcando los cielos como en las dunas blancas,
sedientas, del desierto infinito donde algunos buscamos a Dios sin acabar, por
supuesto, de encontrarlo. La religión y la filosofía vienen a ser lo mismo, el
mismo río que se bifurca y desdobla, el mismo río que riega, en fin, las
tierras y desemboca en los mares, en el líquido amniótico donde, seguramente,
nacemos igual que morimos.
Nunca he sido muy religioso ni me han llamado la atención
los alzacuellos, las tocas y velos, los
escapularios, las cruces y rosarios, las largas túnicas o sotanas -negras,
blancas o grises- del hábito religioso, ese uniforme que va, como tantos otros
uniformes, de profesar un oficio, de conjurar una vocación o una fe; de seguir
un camino más o menos trillado con su jerarquía piramidal, su estricto
funcionariado, el esplendor altivo de sus núcleos de poder y el horror próximo de
sus imperdonables fracasos y debilidades: el rumor constante de su extraña pero,
tal vez, admirable manera de estar en el mundo sin acabar de formar parte de
él.
Parece que en Baleares la consellería de Educación permite
el veto a la asignatura de Religión, mirando hacia otro lado (hacia su ombligo
ideológico, su vacío existencial o el muro de sus caprichos) cuando, por los
motivos que fueren, los centros escolares incumplen la obligación de ofrecer a
los alumnos la posibilidad de su enseñanza. Hay que ser muy sectarios y cortos
de miras para permitir que se prive a los más jóvenes de conocer, aunque sólo
sea superficialmente, una de las materias más importantes de las humanidades,
la médula, el corazón y hasta el vórtice mismo (por no hablar, ay, de algunas
de sus consecuencias) de nuestra actual forma de vida.
Nunca fui muy religioso, ya lo dije, pero con pocos libros he
pasado tanto tiempo como con El Libro de Job, el Apocalipsis o el Génesis, los
poemas de San Juan, Teresa, Dante o Milton, los
textos de Mircea Eliade, Cioran o Georges Bataille, el Bhagavad Gita, algunos Upanishad o los relatos
de Sherezade, con todos aquellos textos donde se asume, en definitiva, el
misterio de la existencia, donde late la agonía incalculable de quien se sabe
incompleto y busca algo que no sabe muy bien qué es, porque sólo sabe que lo ha
perdido y siente, desgarrado, que se lo han arrancado de sí mismo. Seguro que
nuestra consellería de Educación, feliz y orgullosamente laica, no tiene estos
problemas ni los tendrá nunca. Faltaría más.
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