LA TELARAÑA: octubre 2016

viernes, octubre 28

El club de la comedia


La Telaraña en El Mundo.

 Puede que no sea nada fácil, en ocasiones, encontrarle algún sentido fundamental o absolutamente trascendente a la vida; por eso, a veces, nos conformamos con mucho menos, nos vale con algún que otro simple gesto teñido de épica, salpimentado de heroísmo o repleto, en fin, de gloriosa y humana testarudez para salir adelante y cumplir, de alguna manera, con el grueso del expediente. Está claro, en fin, que no todos nos exigimos lo mismo, que la vida de algunos pasa mucho más liviana, fresca, superficial y hasta ingrávida que la de muchos otros, más lentos, sudorosos y hasta renqueantes, mucho más pesados, más conscientemente heridos por no se sabe bien qué antiguas llagas o qué terribles maldiciones.
 En efecto, a algunos la vida nos obliga a exprimir religiosamente las revueltas del lenguaje, a deletrear el temblor palpitante en las sienes, a rebuscar en el absurdo laberinto de las frases hechas y por hacer esa conclusión última que, si tenemos mucha, muchísima suerte, nos redima o deslumbre. No hay salida del laberinto, pero es posible, también, que el laberinto no exista y que lo inventáramos, nosotros mismos, una noche aciaga donde el cielo era una gran tormenta y la tierra, un crepitante y voraz incendio, para poder luchar contra algo, contra cualquier cosa, para escapar de algún sitio, de uno mismo y de todos, para ahondar, tal vez, en el misterio que somos, pero no acabamos de ser. Nunca acabamos de ser lo que somos.
 Pero mientras escribo estas líneas están votándole no, otra vez, a Mariano Rajoy en el Parlamento. Está bien: tal vez se lo merezca; pero los discursos de unos y otros y, sobre todo, la votación en sí misma constituyen un auténtico y vergonzoso paripé, una estupidez gremial que nos cuesta lo que sí está en los escritos -el sueldo, las dietas, el despilfarro global de sus señorías- para acabar concluyendo en absolutamente nada, salvo en esperar a que llegue la votación definitiva, la del sábado, en la que sí habrá finalmente investidura, porque así está pactado. ¿Pero qué especie de gran tomadura de pelo es esta? ¿Para qué formalizar orgánicamente dos votaciones si la primera de ellas es sólo una farsa a efectos de inventario, de ego más o menos maltrecho, de aturdido y sectario partidismo? ¿Para qué perder más tiempo si, según nos juran y perjuran, todo son apreturas y urgencias históricas y se aproxima un tsunami de catástrofes sociales y económicas que hay que evitar a toda costa? Pues nuestras señorías llevan así un año entero, cobrando votaciones de paja y celebrando las ocurrencias, los chistes, los monólogos del club de la comedia de sus portavoces, sus arengas de humo, de niebla, de nada.



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martes, octubre 25

Una temporada en el infierno


La Telaraña en El Mundo.

 En no pocas ocasiones me entretengo en leer «El Paraíso Perdido» de Milton, como si estuviera leyendo, exactamente, «La Divina Comedia» de Dante. No tienen demasiado en común, es cierto, pero algo que escapa a la lógica de mis conocimientos los entremezcla en mi brumosa memoria de lector, que fuera compulsivo y ya no lo es; tanto Dante como Milton escriben, en efecto, sobre el infierno, pero mientras el primero pone su énfasis en los pecados del hombre y considera a Lucifer como la reencarnación de un castigo más que merecido, el segundo lo hace fijándose, casi obsesiva y exclusivamente, en la orgullosa rebelión inicial de Lucifer, en su definitiva expulsión del cielo y en su necesidad vital de usarnos, a la postre, pequeños seres humanos, como eterna arma arrojadiza, como vía de venganza ponzoñosa contra Dios, sus planes y su noción del universo.
  El infierno, en cualquier caso, resulta ser un lugar tangible donde Lucifer existe por sí mismo. Un lugar en el que pasamos mucho más tiempo del que quisiéramos. Allí intercambiamos ideas como si fueran sustancias químicas retorciéndose en nuestro interior, en ese crisol íntimo donde arde lo mejor y lo peor que somos y no dejamos nunca de ser; esos planes sulfúricos que nos absorben, esas mutaciones obsesivas que nos asolan, esa incurable locura que nos hace pasar por cuerdos si sabemos, finalmente, expresarla como es debido. No siempre lo hacemos. Puede que, tanto Lucifer como Dios, sólo sean dos ejercicios de estilo, dos formas de entender la vida, tan antagónicas como complementarias, dos voluntades, dos inercias, dos maneras de conjugar el universo y enfrentarse a la desgarradora tarea de reconstruir el mundo a la vez que lo destruimos. Ya somos francamente buenos en ello porque, no en vano, llevamos practicando desde el principio de los tiempos.
  Nuestro pequeño infierno local lo gobierna, allá por el noveno círculo mefítico, maléfico y satánico, la incombustible Francina Armengol, mientras sus socios en las labores pirotécnicas y deconstructivas de la realidad, los nacionalistas de Més y los populistas de Podemos, la mortifican y obligan, en fin, a ponerse circunspecta cuando se dirige a los medios y finge que filosofa a vueltas con la coherencia y el “no es no” de los ángeles caídos, abrasados, desterrados. Lo triste es que si el PSOE, en diciembre de 2015, hubiera apoyado la investidura de Rajoy, ahora, además de los diputados perdidos por el camino, tendría a un PP debilitado casi al final de una terrible legislatura en franca minoría. Como no lo hizo así, y Armengol sigue aún sin querer hacerlo, no les va a quedar otra que pasar, ellos, una larga temporada en el infierno. Esto me recuerda a Rimbaud. Es fantástico.



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viernes, octubre 21

Terror en las aulas


La Telaraña en El Mundo.

 He dejado pasar el tiempo -el tiempo siempre pasa muy deprisa- en el más que lamentable caso de la niña agredida en el colegio Anselm Turmeda de Palma. El mundo de los niños, en ese otro hogar que, durante años, constituyen los colegios donde nos iniciamos en el aprendizaje de la vida, es muy simple, pero también muy complejo; tanto, al parecer, que, tras dos largas, interminables semanas, el lamentable Govern que nos gobierna no ha logrado esbozar, siquiera, una explicación medianamente convincente de unos hechos en los que se entremezclan, de un lado, el deslavazado espíritu de la escuela pública, el caótico ensamblaje funcionarial entre la volatilidad política de la Conserjería, los deseos lógicos de los padres y el maremágnum de los docentes y sus asociaciones, más o menos sindicales, ideológicas o lingüísticas, y del otro lado, los problemas específicos de la vida misma, las inevitables disputas entre los alumnos, la finísima línea que va desde la riña o la pelea, sin más adjetivos ni consecuencias, al infame submundo del acoso, el abuso, la violencia cobarde de los más fuertes.
 Yo no sé, finalmente, lo que de verdad pasó en ese patio donde llueve como en todos los patios de todos los colegios del universo, en ese patio donde las luces dejaron de brillar hace unas dos semanas, donde se levantó la nube plúmbea, oscura, terrible, de un cielo cuajado de dolor y, tal vez, de injusticia. De sudor infantil y moscas voraces. De pizarra agrietada y vaho en los cristales. Definitivamente, los colegios son lugares terroríficos donde casi todo lo que acontece lo acaba explicando la ineptitud de los mayores para recordar la infancia que ya perdieron. Perdimos.
 Echo la vista atrás y sonrío, porque no hallo motivos para otra cosa. Hubo una vez un cura viejo y malhumorado, gruñón y cascarrabias, a la sazón director del Colegio San Francisco de Palma cuando yo era alumno de ese colegio, que se dedicaba a pellizcarnos con saña en los muslos cuando llegábamos tarde a clase, cuando suspendíamos algún examen semanal o cuando nos pillaba, desgraciadamente, por los larguísimos pasillos del colegio o en secretaría intentando solucionar algún que otro problema menor; y el problema no era otro que tener que acabar huyendo, con celeridad, de sus manos largas. Nunca he olvidado el crucial instante en que casi alcanzó a palpar mi vello púbico y, ante mi respingo, la rapidez con la que se batió, entonces, en retirada. El viejo curita debía ser un tipo ciertamente repugnante, pero la verdad es que yo no le guardo ningún rencor especial. Hasta he olvidado su nombre y, aunque supongo que podría rescatarlo del olvido, no le encuentro otro lugar mejor donde sepultarlo.



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martes, octubre 18

La lagartija de Dylan


La Telaraña en El Mundo.

 Puede que ya no crea, en absoluto, en la alta literatura y que la baja, la baja literatura, me siga importando lo que siempre; es decir, nada. Puede que los libros de mi biblioteca vayan, con el tiempo, perdiendo peso, volumen y hasta páginas, convirtiéndose tomos en pasquines, enciclopedias en libelos, obras completas en hojas sueltas y desgarradas con los márgenes adoloridos, porque ahí anoté algunas palabras y dibujé algún diagrama que apenas sí puedo, ahora, descifrar. No es fácil descifrar lo que ya sólo recuerdas porque trastornó tu vida, te convirtió en otro, te sedujo, te violentó, te venció, te dejó temblando como una llama en la encrucijada de todos los vientos. En ese lugar sigo ahora, porque nadie logra escapar a su destino y no hay forma de abandonar el paraíso del que, quizá, ya nos han expulsado. Siempre nos intentan expulsar de nosotros mismos, pero no sé si siempre lo logran.
 Dejé dicho en las redes sociales que Leonard Cohen me hubiera parecido un premio Nobel de Literatura mucho más literario que Bob Dylan. Era sólo una ocurrencia, una frase más o menos ingeniosa con la que constatar que las canciones de Dylan que mejor conozco tienen ya una edad más que respetable. Treinta o cuarenta años. Y que ya hace décadas que no escucho a Dylan, porque los tiempos, en efecto, han cambiado muchísimo y la respuesta, vaya que sí, sigue flotando en el aire, como una llama en la encrucijada de todos los vientos y la vida humana es sólo un gesto de rebelión o soberbia, algo que se retuerce como la cola arrancada de una lagartija: nos escapamos de la verdad o la mentira y dejamos, a cambio y como si significaran algo, nuestros actos y palabras, nuestros libros, nuestras canciones rotas por la afonía de los siglos, nuestra danza compulsiva, cada vez más descreída e insomne. Escucho lo último de Cohen y, aunque me conmuevo, me sucede como con la última película de Woody Allen: yo ya he bailado esa soledad impostada, ya he escuchado esos monólogos absurdos, ya he vivido esa misma historia y no puedo revivirla, como si la desconociera.
 Con todo, repaso los últimos premios Nobel de Literatura y me da la risa. Svetlana Aleksiévich, Patrick Modiano, Alice Munro, Mo Yan, Tomas Tranströmer. Escribo sus nombres y me atraganto, porque el sueño de la literatura es sólo un laberinto, una trampa letal ideada, tal vez, por Borges una noche nórdica, ácida y telúrica en la que Dios, finalmente, dormitaba y la creación, insatisfecha, rumiaba su propio desconcierto, su tumultuoso y deslavazado destino. La música la ponía Dylan. O Cohen. O ese silencio magnífico que nos ayuda a pensar cuando todo parece que se desmorona.

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viernes, octubre 14

La ciudad quemada


La Telaraña en El Mundo.
 
 No sé si fue una casualidad o una ocurrencia, pero me sorprendió que La 2 de TVE cerrara los fastos televisivos del 12 de octubre con la emisión de «La ciutat cremada», de Antoni Ribas, una película que recordaba haber visto con cierto agrado cuando fue estrenada, al parecer en 1977, tras un año de prohibición por culpa de las veleidades de la censura, nada menos. Pero el tiempo, tanto para lo bueno como para lo malo, no pasa en balde. En absoluto. Salvo la exuberante belleza juvenil de Ángela Molina -absolutamente memorable ese pecho suyo al aire con el que casi se cierra la película- todo lo demás me pareció espantoso, horrible; una historia maniquea de traidores y cobardes, un cónclave barriobajero de fanáticos y asesinos, de cínicos, una exhibición sectaria del horror al que la política del revanchismo y la identidad perdida nos condujo en el pasado y al que, quizá, nos vuelva a conducir en breve. Parece que el pasado repite, aunque no debiera.
 Sólo la belleza, pues, se salva (y nos redime) del horror y el caos, de las metáforas mal aplicadas y peor resueltas. De la realidad convertida en ficción o viceversa, en Semana Trágica, porque no hay forma mejor de afrontar los acontecimientos que narrarlos, convertirlos en novela, cuento, pintura, película o poema. Es decir, discurso. En historia de todos que nos ronda y persigue, que nos habita hasta las entrañas sin que podamos aseverar que el horror colectivo se justifica, suficientemente, por la suma de las mezquindades personales de cada uno de nosotros. ¿Pueden nuestras miserias individuales acabar generando enormes tragedias colectivas? Es posible, pero quién sabe.
 Es muy difícil entender y, sobre todo, explicar el comportamiento humano. No parece haber forma de precisar, con exactitud, dónde acaba el instinto animal y dónde empieza la razón y sus pesadillas; hasta dónde alcanza la cultura y en qué maldito lugar da paso marcial a las ideologías; hasta dónde llegamos por inercia, comodidad o suerte y hasta dónde por convicciones o esfuerzo propio. Se acumulan los interrogantes y todas las respuestas posibles se me acaban antojando igual de triviales. Me duele muchísimo la soledad gélida de un montón de cadáveres apilados a ambos lados de unas trincheras que ya no existen, que ya no pueden existir. Me duele muchísimo la soledad de esos cadáveres abandonados a su desgracia mientras unos y otros vuelven a sus casas, a sus trabajos, a sus rezos, a sus proclamas. A lo que sea que les haga olvidar por qué mataron o cómo, de qué manera, lograron sobrevivir. A lo que sea, en definitiva, que les haga olvidar, por completo, que una vez hubo vencedores y, también, vencidos. ¿Los hubo?
 

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martes, octubre 11

Viaje al desierto


La Telaraña en El Mundo.

 
 La banda sonora de mi vida es ahora, en este mismo instante, una tormenta eléctrica en mitad de un desierto. Debiera haber viajado a Coachella, a la ciudad californiana de Indio, no muy lejos de Los Ángeles ni tampoco del cielo o del infierno, para rencontrarme con los rayos y los truenos, con las descargas pirotécnicas del alma, con las sacudidas letales del cuerpo, con el eco tumultuoso de las explosiones de buena parte de esa desgreñada y polifónica melodía con la que me dejé los tímpanos y acabé aprendiendo idiomas; traduje sensaciones, sentimientos, expectativas. Filosofía. Vida. Metáforas. Como de costumbre, somos una frase sin terminar, un río que nos ve descender por sus cascadas y ascender, mucho más tarde, por sus veredas y túneles, por sus laberintos ocultos.
 Resulta, pues, que en el centro de todas las tormentas han actuado este fin de semana (y volverán a hacerlo el próximo, si la autoridad y el tiempo no lo impiden) gentes como Bob Dylan, los Rolling Stones, Neil Young, Paul McCartney, The Who y Roger Waters, es decir, Pink Floyd, quizá la reedición sicodélica del estúpido muro de Donald Trump en mitad del desierto. Una espléndida reunión de magníficos ancianos apurando sus penúltimas fuerzas, desgañitándose de veras, parodiándose con muchísimo humor y no menos ternura, intentando, en fin, estar a la inverosímil altura de sus propios recuerdos, cuando ya los nuestros empiezan a flaquear, a decaer, a acomodarse tranquilamente en el sofá de casa mientras el vinilo negro y brillante de nuestra existencia sigue aún dando vueltas; y esperamos que no deje nunca de hacerlo. Que no pare la música, aunque ya casi ni la oigamos y sólo nos fijemos en cómo vibra nuestro espíritu, en cómo palpita nuestra sien, en cómo tarareamos ese estribillo invencible que se nos ha colado, no sabemos cómo, en la mollera, en la lengua, en algún lugar que ignoramos y del que, al parecer, no hay forma humana de sacarlo, de silenciarlo. ¿Por qué, para qué íbamos, además, a hacerlo?
 Repaso la nómina y anoto dos únicas y fundamentales ausencias. Leonard Cohen y David Bowie. Aquí la vida o la muerte no importan demasiado, porque no añaden ni quitan melodías, aunque nos provoquen, eso es cierto, algún que otro cataclismo, algún revuelo íntimo de matices, algún ataque fingido (y muy escéptico) de nostalgia y también de desencanto; porque siempre nos queda, eso pensamos, la esperanza de que alguna nueva canción nos despierte una mañana de estas con la resaca renacida en el alma de las miles de noches en que fuimos, efectivamente, felices: en que seguimos siéndolo, porque la felicidad, a fin de cuentas, es sólo saberse despiertos para siempre, aunque estemos durmiendo. Profundamente.


 

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viernes, octubre 7

El teatro de Munar


La Telaraña en El Mundo. 
 

 La vida podrá no ser todo lo larga que quisiéramos, pero si tenemos la suerte de poder estirarla lo suficiente nos acaba dando para bastantes, para muchas cosas. Nos da para ir creciendo y menguando, casi al mismo tiempo, nos da para la pujanza y también para la decrepitud, nos da para el éxtasis, para la alegría, el dolor y la tristeza, nos da para transitar el fulgor indescriptible de un instante de éxito y la oscuridad repentina de un fracaso que no esperábamos, nos da para perdernos igualmente en un páramo desierto que en mitad de la aturdida muchedumbre. Nos da para detenernos de vez en cuando, hacer un tímido balance y dejar que los pros y los contras de todo cuanto hemos hecho o dejado de hacer nos zarandeen con sus exigencias, sus efectos colaterales, su predisposición a no abandonar una batalla diaria que, pese a todo, no acabaremos ganando. O quizá sí. Todo depende de lo que entendamos por derrota o por victoria.
 Observo la foto de Maria Antònia Munar y reparo en su rostro envejecido y demacrado, en su pelo lacio, mal teñido y peor cortado, en su mirada rota y extraviada. No me creo nada. Hubo teatro, puro teatro, en la Munar que vivía a todo lujo, que repartía los millones de euros que, entre unos y otros, le distraían al erario público, como si fuera la cosa más natural del mundo, que reinaba en toda Mallorca y movía los hilos, todos los hilos de nuestro pequeño universo. ¿Cómo no va a seguir haciendo teatro la mujer que ahora intenta pactar con el ubicuo fiscal de las mil causas que aún tiene pendientes? ¿Cómo no ofrecer a los miembros del jurado, ciudadanos de a pie, personas normales, en definitiva, la imagen mutilada de la decadencia, cómo no intentar, por penúltima vez, embaucar al personal apelando a la compasión, a la piedad, a la caridad, a lo que sea? No sé mucho sobre princesas, pero estoy seguro de que una auténtica princesa ha de ser capaz de pactar, incluso, con el diablo. En efecto. ¿Qué no sabrán, ella y él, de pactos?
 Al cabo de los años, he acabado escribiendo demasiado sobre Munar, lo reconozco. No es culpa mía, sino suya, por supuesto. Yo estoy plenamente convencido de que lo más hermoso que hubiera podido escribir sobre ella hubiera sido un silencio absoluto, sepulcral y eterno, pétreo. No obstante, me hubiera gustado, al menos, haberle sabido dibujar una sombra negra y habérsela dejado a sus pies, intermitente y seductora como una especie de alfombra voladora, para que la buena señora acabara comprendiendo que todo empieza en uno mismo y acaba, también, ahí. En esa soledad íntima, infinita, con la que no se puede traficar.

 
 

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martes, octubre 4

Memoria del PSOE

La Telaraña en El Mundo.

 Hago memoria y corroboro, sin sonrojarme un ápice, que Felipe González fue el único político que consiguió, en su momento, llevarme al huerto. Me refiero al huerto metafórico y asombrosamente envenenado de la OTAN, pero también al hecho memorable de que consiguiera, al menos una única vez, sacarme de mi crónica abstención voluntaria y arrancarme el voto en las urnas después de acudir a un mitin suyo en una abarrotada plaza de toros, no recuerdo ahora si de Palma o Valencia. Estoy hablando, en efecto, de otros tiempos, ya remotos, pero eso viene a significar, a fin de cuentas, que tengo una historia personal que saldar con el socialismo, una historia que no he tenido con ningún otro partido. Tampoco con el PP, por supuesto.

 Sin duda es bueno, higiénico y hasta, quizá, desmitificador, ir limando las asperezas y los baldones del propio pasado, ir limpiando de abrojos ese zigzagueante ir de un lado para otro sin más obsesión invencible que avanzar contra la inercia, el silencio, la cobardía, la confusión o la abulia, contra las ganas ciertas y tan repetidas, tan estúpidamente repetidas, de acabar mandándolo todo al garete. ¿Dónde mejor podría estar? ¿Dónde acaba todo, finalmente? Pero no hay que precipitarse. La vida es sólo el devenir de un discurso. Más aún, la vida es exactamente ese discurso. Nace, se desarrolla y muere con él, sin sobrevivirle. Somos un hilillo de luz, a ratos vacilante o compulsivo, voluble o decidido, tierno, cruel, sigiloso o violento. Un hilillo de luz con sus inseparables sombras abriéndose paso, a machetazos, por entre la selva impenetrable de los conceptos, los pasos en falso, los salones perdidos del lenguaje, el maremágnum enfermizo de los sentimientos, el alud plúmbeo de las apariencias, el engaño trivial de los sentidos, la hipnótica música de las sirenas, el furor clásico de las hidras, el ladrido inaguantable de Cerbero y otras criaturas terroríficas tan malignas como, quizá, necesarias.

 En la comisión gestora que queda en pie del PSOE figura el expresidente del Govern balear y actual senador Francesc Antich. Su incombustibilidad, casi tan espectacular como la del propio González, nos aterra. No obstante, suponemos que su presencia le servirá a su sucesora, Francina Armengol, para justificar, cara a la galería de los barones y la militancia más radical, sus alquímicos pactos con Podemos y los nacionalistas de Més, como única forma de alcanzar el poder sin haberlo logrado en las urnas. Por desgracia, no parece que haya nadie en el PSIB capaz de echarla por acabar convirtiendo el socialismo balear en una histriónica verbena donde se baila la conga a ritmo de sardana cada vez que se tumba alguna vieja y prescindible ley del PP. Maravilloso.

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