Donde hace veinticinco años cayó un muro de crispación y
asfixia, el pasado domingo, 9 de noviembre, había un temblor de euforia: Berlín
ya no es la fiesta que fue, desde luego, pero ocho mil globos de luz parpadeaban
a la espera de emprender el vuelo definitivo y perderse arriba de los cielos y
el horizonte de la noche. A la misma hora, pero en otro lugar bastante más próximo
y familiar, el nacionalismo catalán ejemplificaba todo lo contrario: en
Barcelona la única fiesta consistía en observar cómo un nuevo muro, con sus
alambradas retorcidas, sus coronas de espinas y sus urnas como famélicas alcancías,
se había alzado durante un largo simulacro de día, otoñal y tullido, de
votaciones fraudulentas e ilusiones manipuladas.
Veinticinco años no dejan de ser un pellizco de vida
demasiado grande y significativo, como para dejarse sepultar vivos bajo la cal
abrasiva de la corrupción económica en el poder, de la perversión histórica y
el sectarismo cultural. Del vacío convertido en identidad y gregarismo, en señera,
en órdago, en sobredosis de aire en las venas.
Así, pues, pasan las cosas y se acaban enredando en nuestra
memoria. Quizá tenga que esperar otros veinticinco años para hablarles, en fin,
de cómo somos capaces de echar abajo muros y de alzar, en su lugar, espejismos.
O viceversa. En ocasiones, también levantamos muros, que creemos justos y
necesarios, y nos acabamos estrellando, sin embargo, contra la frágil y
vidriosa realidad de su ficción. O de la nuestra. Es así como aprendemos qué es
la libertad y qué no.
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