LA TELARAÑA: noviembre 2016

martes, noviembre 29

Entre Llull y Castro


La Telaraña en El Mundo.

 Observo, en las fotos, a Francina Armengol rodeada de obispos, cardenales, prelados y hasta monaguillos. Su chaquetón de nutria (o de lo que sea) refulge, mientras las cenizas medievales de Ramon Llull abandonan la Catedral y regresan a su nicho en la basílica de San Francisco. Se nos termina, pues, el año Llull (con más sombras que luces, por cierto) con el mismo paso marcial y fúnebre con que nos vamos despidiendo, poco a poco, de las penúltimas reliquias del sangriento siglo XX. En efecto. Un carnicero menos, Fidel Castro, se ha ido al otro barrio dejándonos el humo letal de sus espléndidos habanos y el sepulcral silencio que sus discursos de horas sembraban a su alrededor y adentro, muy adentro. Con todo, la música sigue sonando infatigablemente y dicen, los que saben, que nunca dejará de hacerlo. Es cierto, en algunos lugares hay que bailar a todas horas para poder sobrevivir.
 Pero las mayestáticas puertas de la Seo son un magnífico lugar para posar y para que los turistas y curiosos perseveremos. Junto a Francina Armengol están Miquel Ensenyat (con una corbata que, de tan discreta, no parece suya) y la flamante delegada del gobierno, María Salom. La verdad es que este trío de autoridades luce desangelado y discorde, quizá deslavazado, como si se sintieran meras comparsas, escoltas obligados y circunstanciales de la Reina Sofía, que ella sí que sabe de Llull (y seguro que también de Castro) lo que no está en los escritos. ¿Para qué sirven los gobiernos locales si ni siquiera alcanzan para presidir, realmente, estas pachangas?
 La pregunta tiene, por supuesto, muchas respuestas, pero ninguna nos entusiasma. Es posible concluir que el Govern y el Consell están para distraernos con su locuaz discurso de proximidad y empatía, para repartir abrazos hasta a las farolas y extender certificados lingüísticos, de paisanaje a la fuerza o de nacionalidad ensimismada. Están para monopolizar las quejas y eternizar el discurso social contra la prepotencia histórica del centro. Para repartir, en fin, el poco dinero que Madrid no nos roba mediante subvenciones que inmiscuyan lo público en lo privado y conviertan, en la medida de lo posible, lo anecdótico en lo esencial. Convertir. Pervertir. Intentarlo al menos. Subvencionar, por ejemplo, con unos 200.000 euros, según la convocatoria firmada por la consellera de Transparencia, Ruth Mateu, las fotocopias, el papel, la tinta de impresora, los bolígrafos y hasta los billetes de tren, autobús o metro necesarios para que la gente pueda aprender a hablar y a escribir catalán de balde. Noble y difícil tarea, es cierto. Yo llevo toda la vida esforzándome con el castellano y aún me temo que me faltan algunas lecciones. Es muy posible que no las aprenda nunca.

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viernes, noviembre 25

Black Friday


La Telaraña en El Mundo.

 El mundo es una reunión de bazares (es decir, páginas webs, blogs) más o menos infectos, un zoco enloquecido de esquinas muertas donde se entremezclan y camuflan, indistinguibles, la oferta y la demanda, la necesidad y el deseo, donde campan a sus anchas el consumismo y también la usura, el despilfarro de unos y otros, el ir acumulando cadáveres exquisitos, metralla y cachivaches como si el síndrome de Diógenes no se decidiera a abandonarnos nunca y la lista de la compra fuera tan sólo un eufemismo.
 Hay que comprar, en efecto, todo lo que veamos que aún está en venta, porque se avecinan tiempos de escasez y penuria y no siempre dispondremos de unos pocos euros con que apostar a cualquier número antes de que salga, una vez y otra y siempre, el maldito cero y la banca decida que no va más, porque ya fue todo, aunque aún nos quede, en la casa sin hipotecar de nuestros sueños, algún que otro rincón vacío que rellenar con cualquier cosa, la que sea: la fantasía de ser, exactamente, lo que poseemos, la cíclica y vertiginosa pesadilla de estar a punto de perderlo todo, el convencimiento de que, pese a nuestros esfuerzos, nunca tendremos suficiente, la terrible sospecha de que nos iremos con las manos vacías. Cómo no.
 Pero hoy es Black Friday, como el lunes será Cyber Monday. Es obvio que tanto anglicismo nos hace mejores y más atractivos, nos moderniza, nos sumerge en el mito de la globalización (que no sé si existe o si feneció tras un mal sueño de refugiados huyendo de un lugar a otro sin más fronteras que los peajes de la guerra o las aduanas del miedo) con el que empezamos a familiarizarnos, qué remedio, con las rarezas de ese trueque ubicuo, de ese mercado ancestral que es la vida, su ávido instinto depredador al persuadirnos de que necesitamos, realmente, todo aquello que nos venden, que nos vendemos; que casi nos regalamos con ofertas irrechazables y la facilidad crediticia de pagar en cómodas mensualidades durante años, lustros, décadas.
 Así la vida entera se convierte en algo ordenado, responsable y marcial, en algo con cierto sentido entre tanto caos populista y tanta chusma insolvente, mientras la caja registradora va tomando nota, silenciosamente, de nuestros pagos puntuales y todo va bien, va perfectamente bien y toda suerte de vida va decantándose con armonía, prosperidad y no sé cuántas otras bendiciones. No obstante, si, por algún motivo que no podemos imaginar, dejamos de ingresar nuestras cuotas mensuales la caja registradora chirriará y puede que se acabe convirtiendo en una monstruosa y aullante sirena (en griego antiguo, Σειρήν Seirến, ‘encadenado’, relacionado con el sánscrito Kimera, ‘quimera’) con un terrorífico coche policial adjunto. O así.

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martes, noviembre 22

Turismo sostenible


La Telaraña en El Mundo.

 La precaución o el miedo. Pero ni que me inviten me voy de vacaciones a Egipto, Turquía o Túnez. Esta frase, seguramente injusta, explica el éxito actual de Mallorca como destino turístico. Este verano nos han llovido torrencialmente turistas, porque nuestros competidores regionales llevan años asolados por el terrorismo internacional; y hay poco que disfrutar donde subyace la sombra del terror, donde retumban, recién caídos, insostenibles, los cascotes de la incertidumbre social, política o religiosa. Un todo en uno maldito, que se acaba disolviendo en nada.
 Pero para todo inventan códigos y definiciones. El IPH, por ejemplo. Se trata del Índice de Presión Humana que, en Baleares, resultó superar los dos millones de personas un día cualquiera del pasado mes de agosto. La verdad es que tanta gente sobre nuestras exquisitas jorobas asusta y no nos extraña, por lo tanto, que las lumbreras del Pacte que nos gobierna (tan dadas, ideológicamente, a lo edénico y pastoril) edificaran, a partir de ahí, toda una teoría conspirativa de la saturación turística, que no hace sino convencernos de lo ridículo que es acotar la realidad con parámetros, tan artificiales, como poco ilustrados. Lo insostenible no es ese IPH estratosférico, sino la pobreza, la corrupción y la estupidez más o menos promocionadas.
 Lo insostenible es que nuestros ineptos con mando en Cort no se dignen a sacar las luces, los belenes y toda la mercadotecnia navideña antes de tiempo para que los turistas puedan sumar ese aliciente (tan publicitado en urbes como Berlín, Viena o Budapest) a sus visitas a la Catedral, los baños árabes o el Castillo de Bellver, que viene a ser como el Castillo de Praga, pero sin puentes de espías que cruzar bajo la niebla, sin Kafka, pero con Jovellanos. ¿No es lo mismo? Bueno, nunca nada es lo mismo, aunque en cualquier sitio nos asalte la vena cultural, la referencia artística, ese temblor que sólo tiene una lengua, que no es esta ni aquella, sino la lengua propia de cada uno. En efecto, no hablan las piedras, sino nosotros por ellas, a través de sus poros, sus arrugas, sus grietas.
 Repaso las optimistas previsiones de Sebastian Ebel sobre el turismo alemán en las islas y me alegro. Es bueno tener una fuente segura de ingresos, aunque sea algo ruidosa y sucia; pero los turistas, incluso los peores, no dejan de ser humanos, no dejan de parecérsenos una barbaridad, aunque nos esforcemos en fingir que no es así. La inigualable hipocresía isleña consiste en parecer muy reservados y ser, en cambio, muy cotillas; en creernos, por supuesto, mucho mejores que quienes, con su visita, no dejan de sostener, afortunada carambola o milagro, nuestra precaria economía. Eso sí que es sostenibilidad.




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viernes, noviembre 18

Las candilejas


La Telaraña en El Mundo.


 De repente, a Google, Facebook, Twitter y a algunos medios digitales, como el New York Times, entre otros de similar envergadura, les ha dado, al fin, por preocuparse de las verdades o mentiras que circulan, casi que de forma indistinguible, por las guías ilustradas de sus infinitas autopistas virtuales, por la proliferación de las teorías conspirativas, los linchamientos mediáticos y las vergonzosas infamias que pueblan el sistema circulatorio (y también nutricio) de sus colmenas líquidas de información y propaganda, de adulteraciones, patrañas, tergiversaciones y bulos sin más proporción ni diseño demostrable que el furor económico de los anunciantes y la insaciable curiosidad suicida, asombrosamente ingenua, de los incautos navegantes. Nosotros mismos. Pero no nos extraña, en absoluto, esta situación límite; la red imita a la vida, cuando no puede sustituirla. Lo intenta muy a menudo.

Es por ello, tal vez, que en las redes sociales no hacemos otra cosa que abrir, aunque sea a base de clics y emoticones, ventanas y más ventanas sin que, por desgracia, mejoren un ápice nuestras indignadas o beatíficas vistas al mundo exterior. En Facebook, por ejemplo, sólo podemos admirar el limitadísimo paisaje de nuestras propias amistades. En Twitter, el de las personas, empresas o troles que decidimos, al parecer de forma voluntaria, seguir. En Google, tres cuartos de lo mismo; su peculiar algoritmo para exploradores de salón (y parche en el ojo) no hace otra cosa que devolvernos la realidad mutilada, hecha trizas, simplificada, por nuestros propios gustos y nuestras explícitas preferencias confesas. ¡Y todo porque en su momento aceptamos, sin ni siquiera ruborizarnos, las magníficas, irrechazables, condiciones del servicio, esa letra menuda, retorcida y sumarial que nunca nos rebajamos a leer!

Así las cosas, es obvio que el mundo que vemos (o creemos ver) a través de Google o las diversas redes y medios sociales, ese mundo tan concreto y, a la vez, difuso, sobre el que nunca dejamos de verter las más audaces críticas y opiniones, ese mundo que, sin duda, querríamos que fuese mejor y, sobre todo, mucho más justo, ese mundo del que, incluso, renegamos cuando nos vienen peor que mal dadas, ese mundo que acabamos convirtiendo en terrible objeto de culto, ese mundo que vemos (o creemos ver), en definitiva, nos dice muchísimo más acerca de nosotros y nuestra limitada forma de vida que de sí mismo, de su composición más o menos flamígera, su espíritu más o menos abstracto o conceptual, su indescifrable, contagiosa, razón de ser. Es lo que tiene, en fin, no poder superar algunas contradicciones dialécticas, acaso insuperables, y ser, al mismo tiempo, espectadores y parte destacada, decisiva, del mórbido espectáculo. Nos pueden, quizá nos vencen, casi siempre nos obnubilan, las candilejas.

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martes, noviembre 15

Los muertos ilustres


La Telaraña en El Mundo.

 Me desagradan las necrológicas. Pasa, sin embargo, que hablar de algunos vivos resulta, a veces, poco menos que insoportable. Enciendo la televisión y me tropiezo con varias tertulias agitadísimas en las que los egregios tertulianos habituales parecen querer hablar de Donald Trump, pero sólo alcanzan a hablar, en realidad, de sus propias obsesiones y paranoias, de sus frustraciones personales o sociales, de su mundo convertido, finalmente, en una caricatura ideológica donde el flequillo imposible del nuevo presidente electo americano resulta ser la ola perfecta para tanto surf hacia no se sabe qué arrecifes fatales. No, hoy no voy a hablar de Trump, ni de sus semejantes en las islas: Jarabo, Huertas, Seijas, Bachiller y las guerras domésticas de Podemos con el telón de los presupuestos de IB3 o de la Facultad de Medicina al fondo. Mejor preservarse de tanta mediocre vulgaridad. Mejor hablar de algunos muertos ilustres.

 La noticia, el pasado viernes, del fallecimiento de Leonard Cohen me dejó dolido. «Más que oscuro, negro... Bowie, Cohen. Año Terminal», escribí en mi muro de Facebook mientras hacía trizas las colas interminables de la muerte y dejaba que David Bowie y Leonard Cohen simbolizaran, por sí mismos, esa otra multitud que somos, esa negra lista de espera que habitamos, ese rosario infernal y, a la vez, glorioso de recuerdos, más o menos impostados, a los que rendimos pleitesía convirtiéndolos en pasos lentos y solemnes de una comitiva fúnebre que avanza, se detiene o retrocede, que danza, religiosamente ebria, a la luz indecisa de las velas y exhibe nuestros cuerpos magullados, repletos de llagas cubiertas de sal, sudor y calima crepitantes, bajo la mirada púrpura y cecuciente del tiempo, acaso detenido, ensimismado o ausente, pero que, sin embargo, late y hasta, quizá, palpita; y es así que envejecemos. Pura lujuria. Envejecemos.

 Muere gente, sin embargo, que no conocemos: Leon Russell, ayer mismo, y no pasa nada. Alguien publica un suelto con su obituario y si, por azar, lo leemos echamos la vista atrás y nos acabamos encogiendo de hombros. Imposible recordarlo todo. La vida sigue, nos decimos; y, en efecto, la vida sigue, tanto si decimos algo como si no lo decimos. Leonard Cohen (al que, de hecho, tampoco conocemos) llevaba rondándonos desde el principio de los tiempos con su asombrosa dicción grave, sus seis acordes de siempre y sus libros, no siempre bien leídos ni traducidos, con su imagen sobria, aseada y elegante, con su discurso forjado a base de hermosísimas y repetidas metáforas, a base de fracasos repletos de ternura y de ironía: el imprescindible bagaje de los amores imposibles. Quizá la vida sea una sucesión de amores imposibles y nuestra única obligación sea sobrevivirles. Un ratito, al menos.

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viernes, noviembre 11

El cajón de sastre


La Telaraña en El Mundo.
 
 De vez en cuando sucede algo inesperado, sorprendente, quizá inaudito, y nos acordamos, entonces, de la vieja teoría de las catástrofes o de la acomodaticia Ley de Murphy. Es evidente que cualquier simplificación nos vale, porque la verdad es que no somos capaces de aprehenderlo todo, en absoluto: el mundo parece concitar y poner en juego demasiadas variables y no menos incógnitas ante las que nuestro entendimiento tan sólo es capaz de proveernos, y no siempre, de frases más o menos ingeniosas y volátiles, de tuits con mayor o menor retranca, de exabruptos, en fin, con los que disimilar la impotencia y levantar y distraer, si ello fuera posible, el ánimo maltrecho, el malhumor, la preocupación, el estupor íntimo de no entender casi nada. Igual es que no hay mucho que entender.
 Debe ser cierto, convenimos, que Dios, la historia, la humanidad entera, el tiempo, el espacio y todas las dimensiones que pueda haber entre nosotros, nosotros mismos, todos a la vez y todos, también, por separado, cumplimos, cumplen, con la misión cósmica de escribir recto con renglones absoluta y exageradamente torcidos. Desde luego, el jeroglífico final es fascinante y nos permite estrujarnos el cerebro y asistir a la extraordinaria ceremonia de la confusión que es la vida de cada día, el éxodo, al parecer definitivo, de la inteligencia hacia no se sabe dónde.
 Para celebrar la victoria (que no deseaba, como dejé escrito el pasado martes) de Donald Trump me obsequié con un viaje, para el mes de diciembre, a Dubrovnik y con un chocolate caliente en la Gelateria Ca'n Miquel. No es Ca'n Joan De S'Aigo, en efecto, pero el chocolate está espléndido y a mí no me gusta ni me compensa, tampoco, hacer cola como si fuera la hora maldita del rancho y las sirenas aullasen enloquecidas y hubiera que racionar la inteligencia, la curiosidad o el deseo. Hay un tiempo para todo y, más aún, un tiempo para uno mismo. Nunca aconsejaría a nadie que se racionara de sí mismo.
 Sobre Trump o Hillary tengo muy poco que decir. El populismo es como es y la gente se agarra a cualquier cosa cuando no tiene nada mejor a lo que agarrarse. Ya en 2007, Paul Krugman, que fue Nobel de Economía, sostuvo que Estados Unidos precisaba un «contragolpe populista» para contrarrestar el aumento de la desigualdad social. En ese cajón de sastre anduvieron Chávez o Alexis Tsipras, pero también Juan Domingo Perón o Berlusconi. Por ahí siguen Marine Le Pen, en Francia, o Pablo Iglesias y sus aliados más o menos nacionalistas, aquí en España, esperando el turno y la vez, la voz ronca y tullida en la cola infernal y tortuosa, larguísima, de los descerebrados.
 

 

 

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martes, noviembre 8

El que bosteza


La Telaraña en El Mundo.
 
 Leo a Henry Miller como a Walt Whitman y a Allen Ginsberg como a T. S. Eliot. A Herman Melville o William Faulkner como a Philip Roth o Bob Dylan. Suenan la armónica, el piano y el banjo mientras las bailarinas incendian el salón con sus piernas larguísimas y sus enaguas de fuego. La gente juega a las cartas mientras alguien está a punto de desenfundar un viejo revolver con más muescas en la culata que balas en la recámara. Cojo un libro y resulta ser una Biblia. Los EEUU abren sus enormes fauces y nos devoran con una cultura que mezcla modernidad y tradición, orgullo indígena y mimetismo paneuropeo sin apenas inmutarse. Ellos sí que son un continente, una excesiva y auténtica nación de naciones, un estropicio orgánico de banderas que pugnan, tan sólo, por ser una estrella más en el cielo estrellado de sus cincuenta estrellas blancas. Esa refulgente resignación no nos vendría nada mal.
 Pero ya hace tiempo que la tribu dejó de buscar el oro y la libertad hacia el oeste. Ya hace tiempo que se asentó sobre su propia decadencia dejando palidecer esa extraña flor que se abre cuando se cierra y que se acaba convirtiendo, literalmente, en un afilado pensamiento, con su resplandor corrosivo y visionario: el hechizo indecible de sus pétalos negros y azules. Es cierto, no existiría el pensamiento sin esos pétalos incendiarios, sin ese sí, pero no, que nos deja tiritando al filo de la verdad o la mentira, de la vertiginosa eclosión gramatical o de la revelación mística, catártica, relativamente absoluta. Tras esa catástrofe de los sentidos o tras ese salto de percepción cualitativo, que nos abstendremos de describir más a fondo, por pudor, pero también por falta de palabras, ya no sentimos dolor ni tampoco frustración, pero no nos conformamos. En absoluto. ¿Por qué habríamos de hacerlo si seguimos sintiendo náuseas?
 Hoy les toca, en fin, a los norteamericanos, a los descendientes de Hernán Cortés o Cabeza de Vaca y del apache Guyathlay (Jerónimo; traducido: el que bosteza) decidir entre Donald Trump o Hillary Clinton y uno se asombra de que ambos estén donde están. ¿Qué extraña perversión de valores puede haber propiciado sus respectivas ascensiones? No voy a discernir entre la peligrosa demagogia populista del primero y la vacuidad y torpeza política de la segunda. No voy a ensalzar la mentira del hombre hecho a sí mismo ni a glosar a la mujer diseñada para ser la primera presidenta de los EEUU. Ni él ni ella me importan un bledo. En unas elecciones de este tipo lo único importante es que no salga elegido el candidato al que apoyan las bestias pardas, racistas, del Ku Klux Klan o del Movimiento Nacional Socialista. Con eso basta.

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viernes, noviembre 4

Los videojuegos


La Telaraña en El Mundo.

 Cuando yo era niño no existían los videojuegos. En su lugar pude disfrutar, al menos, de los primeros scalextric o de los pinballs de juguete y cristal o plástico, que tenían luces que centelleaban y hasta paletas o flippers y bolas de metal que, a la postre, hacían bastante ruido. Hacer ruido, por supuesto, ha sido siempre sinónimo de diversión, de juerga, quizá incluso de exhibición lúdica: hace ruido la gente cuando se alborota en cualquier lugar y se pone, por ejemplo, a bailar el swing junto a la Cartuja de Valldemosa, donde estuve hace tan sólo unos pocos días y me acabó maravillando el enorme partido que le han sabido sacar al ridículo mes y pico que anduvo, invernal, aterido y seguro que taciturno, por ahí Chopin, según dicen, en su celda número 4 o así. Qué poco me gustan, ay, las muchedumbres.

 Cuando yo era niño no existían los videojuegos. Por eso tuve que disfrutarlos mucho más tarde, cuando mi hijo tenía la edad adecuada y la NES de ocho bits, primero, y la SuperNES de dieciséis bits, después, fueron invadiendo la casa con su estropicio creciente, su magnífico desorden infantil, sus cartuchos de quita y pon y su mezcla taurina de reunión familiar y de competición sin cuartel. En efecto, cuando un padre y un hijo toman, cada uno, su propio mando de juego es cuando comienza, de hecho, la aventura de la vida, su simulación, al menos; y todos los reflejos que ya le empiezan a faltar al padre son los que va puliendo y perfeccionando el hijo. La verdad es que hace lustros que ya no juego a nada contra mi hijo, porque no me divierte que me gane siempre y que, encima, deba complacerme que así sea. Las leyes naturales no están para ser cumplidas: se cumplen solas.

 Cuando yo era niño no existían los videojuegos. Supongo que es por eso que, ahora que ya soy mayorcito, me he comprado una buena tarjeta gráfica y he convertido mi PC en la mejor de las consolas. He investigado las novísimas tendencias del mercado y me he hecho con algunos de los juegos que están más de moda. Tienen títulos como Battlefield, Crysis, Forza Horizon o Counter-Strike y la mayoría forman parte de sagas interminables. He estado practicando un poco y la verdad es que no se me dan nada mal. Normalmente pongo en marcha el juego y, al rato, abro el Word y me quedo mirando el extraño y flamígero resplandor de la página en blanco, mientras por los altavoces del PC braman, como mamelucos ebrios y enloquecidos, los iracundos contendientes de una guerra virtual que acabaré ganando. Estoy seguro, aunque aún no sé cómo.

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martes, noviembre 1

La muerte


La Telaraña en El Mundo.

 Escribo estas líneas en pleno puente personal, intransferible, de Todos los Santos. Estos puentes ingrávidos y telúricos, pero también artificiales, son lugares de paso donde el tiempo se dilata y hasta se eterniza, lugares alargados (y aletargados) donde seguimos yendo, como no podría ser de otra forma, de un lugar a otro; pero la niebla cae tan a peso que nos rodea y penetra, que nos ciega y sepulta. Ya no sabemos, pues, a dónde vamos. Ya no sabemos, tampoco, de dónde venimos. Estamos en mitad de la niebla, perdidos en algún lugar cualquiera entre el vagido y el estertor, pero nada ni nadie puede, a fin de cuentas, detenernos: seguimos al trote o, quizá, al galope, corremos cuesta abajo o ascendemos, trabajosa y arduamente, por una retorcida e inacabable escalera de caracol, que nos agota igual que nos fortalece, porque tras cada revuelta sufrimos la misteriosa alucinación de alguna verdad insospechada, algún asidero redentor, algún descansillo metafórico donde frenar el ímpetu y ralentizar el pulso y dejar, en fin, que el pensamiento vaya separando el trigo de la cizaña y, si hay mucha suerte, hasta el ruido del silencio.

 Repaso lo escrito y confirmo que hay reflexiones que sólo pueden producirse desde el hastío infinito y la voluntad renqueante, desde la náusea invencible, desde la certeza intermitente de que lo mejor, si uno quiere sobrevivir sin perder la dignidad, es acabar haciendo mutis por el foro. Definitiva, clamorosamente. Demasiada chusma, demasiado rufián ahí afuera o ahí dentro, en el Congreso, en las calles, en las tertulias, en la cursilería intolerable e infumable de las redes sociales y en el ambiente que se masca, trágicamente, como si fuera un chicle reseco entre los afilados colmillos del lobo que el hombre suele acabar siendo para el hombre. Y para sí mismo.

 Miro alrededor y hay flores y ataúdes y nubes de algodón y ristras de dulces, hay sangre de verdad y también de mentira, hay un resplandor antiguo y una sábana o una mortaja, mientras los niños y los frikis prepararan sus disfraces de Halloween (o de Holywins, porque hay gente para todo) y los adultos corren a comprar sus efímeras coronas de flores para celebrar la vida, una vez más, el solemne día de la muerte; de la muerte que no existe, salvo porque los otros se van y nos dejan solos y en sus cenizas (que ahora parecen desagradar a la Iglesia, vaya novedad) está escrito el pasado, pero también el futuro, el ritual hermético de sus frases resonando en nuestra astillada memoria sin que sepamos distinguir, no sé si por fortuna o por desgracia, su eco del nuestro, su frío regazo vacío de nuestra mirada terriblemente perdida. Desquiciada.



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